El obispo, la homosexualidad y los regüeldos.

En un artículo reciente, el magistrado y profesor de derecho Miguel Pasquau Liaño defiende la necesidad de limitar el recurso a la justicia penal para reprimir las manifestaciones o declaraciones susceptibles de zaherir a personas o grupos de personas. El magistrado considera que no debe incriminarse lo que él llama eructos:

Sólo hay delito de odio cuando el mensaje, entendido no sólo en su literalidad sino también en función del contexto en que se produce, revela una inequívoca y principal intención directa de provocar un movimiento social de odio o discriminación hacia grupos o colectivos, capaz objetivamente (por el momento y situación en que se produce, y la influencia de quien lo emite) de provocar acoso o actitudes violentas. Y no, por tanto, cuando lo que se dice es parecido a un eructo, sin más intención que demostrar que no se siguen las reglas de buena educación, ni cuando se está expresando una opinión equivocada.

El señor obispo de Córdoba Demetrio Fernández fue objeto de una denuncia interpuesta por el señor diputado Antonio Hurtado, quien estimaba que las declaraciones del obispo podían ser constitutivas de un delito de odio o de incitación al odio por el discurso. La denuncia fue archivada por la Fiscalía.

El objeto de esta nota es citar algunas declaraciones sonadas o singulares del obispo que recoge la denuncia antecitada para confrontarlas con la clasificación que establece el señor magistrado a efectos de investigar si, en las condiciones de moderación o lenidad penal que se defienden en el artículo del eminente jurista, serían o no dichas declaraciones merecedoras de una incriminación penal. Se tratará, por consiguiente, de saber si las declaraciones mencionadas revelan una inequívoca y principal intención de provocar un movimiento social de odio susceptible de dar nacimiento a actos de acoso o actitudes violentas. O si, por el contrario, se trata de eructos. Por supuesto, cabe la posibilidad teórica y contraintuitiva de que las declaraciones citadas no sean ni una cosa ni otra, sino enunciados destinados a expresar opiniones dotadas de cierto contenido. Pero investigar dicha posibilidad sobrepasa con mucho el marco de esta nota, cuyo objetivo, recordémoslo, es únicamente el de saber si las declaraciones del obispo merecen o no un tratamiento penal en las condiciones planteadas por el artículo del profesor y magistrado Pasquau Liaño.

El obispo considera que la Unesco tiene un plan para transformar en homosexual a la mitad de la población humana en los próximos 20 años. Se trata de un ejemplo patente de lo que se ha dado en llamar complotismo: la afirmación de la existencia de un complot sin hacer valer la menor prueba en defensa de lo que se afirma. Técnicamente, la posibilidad misma de que se cambie la orientación sexual de media humanidad parece, en el estado actual del conocimiento, nula. La del obispo es, pues, en sentido lato, una afirmación delirante ¿Podría llegar esta declaración a provocar odio y, por ejemplo, que un lector del obispo asesinase al funcionario al que le imputase la responsabilidad de esa campaña que el obispo piensa que existe? En teoría, sí, por supuesto. Pero, de producirse dicho asesinato, lo atribuiríamos más bien al acto de un desequilibrado que al poder de las palabras del obispo. Aquí se plantea la cuestión de la causalidad: las causas que permiten imputar penalmente un acto a una persona tienen que ser directas, no solo plausibles. No es que, en sí, no se puedan estudiar las conexiones causales indirectas, es que el incluir dichas conexiones en los mecanismos de la imputación judicial tendría por efecto transformar en culpable de algo a la práctica totalidad de la población. Esta declaración no habrá pues de contarse entre las susceptibles de causar daños directos: eructo, por consiguiente1.

El obispo declara que la concepción artificial es un aquelarre químico. Un aquelarre es una reunión de brujas y brujos presidida por Lucifer. En la época de la Inquisición, se quemaba a aquellos cuya participación a aquelarres se demostrase. Nuestro código penal no recoge la infracción de participación a un aquelarre. Que algún lector, combinando las enseñanzas del obispo, cierta confusión de fechas entre la legislación penal en vigor hoy día y la del siglo XVI y algún que otro recuerdo menguante de los grabados de Goya, pudiera querer quemar a los participantes de ese aquelarre que describe el obispo, pues, sí, claro, podría llegar a pasar. Pero es poco probable. Retomemos lo dicho en el párrafo anterior y llegaremos a la conclusión de que la persecución justiciera de manifestaciones como esta es inviable. También puede observarse que para aquellos que no creyeren en la existencia del diablo o de las brujas y brujos, el enunciado del obispo carece de todo significado que no sea metafórico: el más herido por la afirmación será sin duda el rebaño del pastor Demetrio Fernández, que ha optado libremente por seguirlo. En efecto, la eficacia performativa máxima del anatema del obispo, el dolor que causa, requiere que el receptor de la proferación comparta las creencias de quien la profiere ¿Debe el código penal proteger a aquel que, libremente, ha decidido prestar su espíritu al influjo del de Demetrio Fernández? ¿Debe la justicia adentrarse en los meandros de la teología de tal o cual iglesia para asegurarse de que los fieles de la misma no son objeto de presiones o proferaciones inapropiadas? Quizás sea más acertado que el Estado se contente con garantizar a quien quiera apostatar que pueda hacerlo con total libertad. Eructo, pues, también, las consideraciones del señor obispo sobre nuestros contemporáneos aquelarres.

El obispo piensa que la ideología del género es una bomba atómica. Según entiendo, la ideología del género no existe, o lo hace principalmente en las mentes de quienes la combaten. Lo que existe son los estudios de género. Las bombas atómicas sí existen. Equiparar una ideología inexistente con la bomba atómica podrá parecer un sinsentido, juzgarse absurdo, atribuirse a una apetencia por el surrealismo o considerarse una prueba de audacia estilística, pero ay de la sociedad que extendiere la acción de la justicia a los enunciados absurdos que genera la humanidad. Quédese en regüeldo también esta manifestación.

La paciencia del que esto escribe, que es grande, se agota. Así que lo que queda irá, sin mayor escrutinio, al saco de los eructos. No decimos, por supuesto, que las manifestaciones de alguien de tanta autoridad e influencia como Demetrio Fernández no merezcan comentarse, pero sí nos parece que jueces y fiscales deben ocuparse en cosas de mayor provecho para la sociedad que el estudio del peregrino pensamiento del señor obispo.

Quizás pueda objetarse que, por increíble que pueda resultar, hay gentes numerosas capaces de pensar que la Unesco tiene de veras un plan para volver homosexual a media humanidad y que es cometido del Estado proteger a los crédulos de lo que pudieren llegar a creer. En El evangelio según Marcos, célebre relato de Jorge Luis Borges, una familia analfabeta que vive aislada en la Pampa, los Gutres, da en ver en Baltasar Espinosa, que les lee y les hace descubrir la Biblia, una especie de Cristo cuya crucifixión ha de salvar a la Humanidad. Al final del texto, los Gutres crucifican a Baltasar Espinosa. No se puede suprimir la Biblia, no se puede suprimir la Iglesia y tampoco pueden suprimirse las manifestaciones del señor obispo sin vulnerar la libertad de consciencia, que es uno de nuestros bienes más preciados. Pero sí puede contribuirse a que los Gutres accedan a los resultados de la deliberación racional, que es, quizás, la mejor manera de atenuar los excesos interpretativos que inevitablemente engendran los textos sagrados.

Como se sabe (dejo para más tarde las referencias, estoy en Islandia y no tengo acceso a mis libros), el filósofo William James consiente en incriminar las palabras peligrosas cuando estas no pueden ser rebatidas eficacemente en un espacio público de deliberación. Si, ante una multitud hambrienta y turbulenta, yo acuso a alguien de ser un especulador y de disponer de reservas de harina en su domicilio, mis palabras pueden provocar su linchamiento por la multitud, cuya razón el hambre oscurece, y yo seré parcialmente responsable de lo acaecido. Por el contrario, si las condiciones de la proferación de las palabras del obispo permiten que se las rebata en un espacio de deliberación libre y abierto, no será lícito incriminarlas. Más apropiado que recargar a jueces y fiscales con denuncias aparatosas y probablemente ineficaces puede resultar que se obre para que en nuestras sociedades haya espacios abiertos de deliberación en los que -confiemos en el ser humano- termine por prevalecer la razón y el conocimiento veraz. Y es de temer que la persecución de palabras como las del obispo tenga por efecto victimizarlo, favorecer la paranoia en su rebaño y amplificar los desafueros del religioso más que poner coto a sus efectos nocivos. Las afirmaciones de don Demetrio más merecedoras parecen del olvido o del comentario jocoso que de los honores de los tribunales o del papel con membrete de un diputado.

PS : El lector que lo deseare puede consultar la carta que le he mandado al diputado Hurtado sobre esta cuestión.

1Repitamos que, cuando decimos eructo -también diremos regüeldos, por variar y para aludir al Quijote, lo hacemos únicamente en el marco de la tipología de Pasquau Liaño, como enunciado equivalente de insusceptible de imputación penal y no como categorización en sí del enunciado. Tenga la bondad el lector de recordar esta advertencia en lo sucesivo.