¿Somos Dios? Un texto del Taller.

Sobre el Taller.

Sobre el Taller.

Sobre el Taller.

Sobre el Taller.

Un fragmento incomprensible cuya lectura desaconsejamos.

(…)

La estación alberga todo el saber de los hombres, todas sus conversaciones, todos sus pensamientos, que nosotros podemos recorrer cabalmente en un tiempo insignificante, que, por lo corto, ni es tiempo. Y sin embargo, hay cosas que no conseguimos descifrar, enigmas que seguimos sin resolver. Acaso, se piensa a veces, porque no somos como ellos, porque no somos más como fuimos. Uno de estos enigmas es el de las mujeres, que es el que nos ocupa ahora. Oímos, vemos, cuando los recorremos a ellos, la palabra “mujer”. Se ha dicho que las mujeres existieron realmente, que fueron una parte marginal, pero no trivial ni intrascendente, de nuestros antepasados, surgida en una franja temporal harto estrecha, justo antes de su desaparición, y que entroncan con una categoría más amplia, la de las hembras, que aparece a su vez en una parte mínima de la vida animal, la de los vertebrados. Esta escuela es la de los mujeriegos. Otros piensan que las mujeres nunca existieron, que la palabra es un término genérico que designa la alienación absoluta, y que un individuo podía ser mujer o no en función de toda una serie de parámetros sociales: una mujer vendría a ser todo ser dominado, vale decir exitosamente parasitado por un hombre, o por un macho, de manera menos antropocéntrica y más rigurosa. Son los nominalistas. Los agnósticos consideran que estos debates carecen de interés, que la noción misma de mujer es, para seres modulares como nosotros, incomprensible. Los agnósticos se limitan a establecer tablas de palabras que muestran que el semema “mujer” atrae hacia sí términos como el de cocina, sardina, violencia, hijos, etc, rechazando con rotundidad, como no científica, la pretensión de saber si detrás de esta palabra yace o no una realidad velada. Esta actitud es sin duda la única razonable, pero es también, para nosotros, desdeñable, porque es austera, porque es heroica. Lo heroico es siempre estúpido, lo austero es injustificable. Concentrémonos en las dos primeras escuelas, que calificaremos de realistas. Lo son, porque ambas postulan que la palabra mujer significaba algo real y concreto, que tuvo una existencia material, por oposición a la última, para la que la realidad no va más allá de las palabras. Quizás la diferencia entre las dos escuelas que nos interesan sea sobre todo una cuestión de cronología. Observemos, en efecto, que muchos defensores de la existencia real de las mujeres, cuando estudian su origen, declaran que inicialmente no existían y que la primera mujer fue una célula parasitada por otra. Los defensores de la escuela nominalista extienden sin límites la noción del parasitismo y consideran que las mujeres nunca adquirieron una identidad propia, que lo que existe es el acto de apropiación de un ser por otro y que es sólo entonces, en el instante vertiginoso en que se realiza esa dominación, cuando la mujer adviene, pero agregan, nada impiden que lo que es mujer hoy sea hombre mañana e inversamente.

Nosotros pensábamos que era factible superar estas querellas, gracias a una técnica de nuestra creación que nos permite inyectar nuestros pensamientos en los de un hombre, o más bien, en la suma de pensamientos que lo definen válidamente, que otrora lo definieran válidamente. En lo que sigue, pues, la palabra hombre designará la suma de pensamientos que produjo un ser, no el ser de carne y hueso que fue. Tomamos pues en nuestros archivos a un hombre y lo activamos. Son las cuatro de la tarde de un día caluroso de una sierra sudamericana. RR, está de vacaciones. Su mujer y su hijo menor duermen la siesta. Para agudizar su pensamiento e impedir que él se durmiera también, lo que hubiera vuelto imposible todo experimento, le ajustamos el nivel hormonal para que sienta un poderoso deseo de copulación, mientras que su mujer, poco acostumbrada al calor, sólo aspira a alcanzar un sueño reparador en la fresca y oscura habitación que ambos ocupan. Su mujer se duerme, RR se levanta y se pone delante del ordenador.

Descarta como grotesca la idea de que la mujer sea un mero término que designa la alienación absoluta, la idea para él no es más que la reducción al absurdo de las tesis o las bromas de Judith Butler, una filósofa humana. Para él, incluso, la idea de dominación, cuando se trata de describir la situación de la mujer a lo largo de la historia, no es pertinente y más le parece el eco de un visión événementielle y masculina de la historia que un concepto que pueda describir con precisión lo que ha pasado. Se ve a la mujer como una nación, como una raza, como un pueblo, lo que nunca ha sido. Le parece que la historia de las mujeres no ha conseguido dar el paso que consiste de salir de la historia política para entrar en el campo de una historia antropológica del ser humano. Con insistencia, cada dos palabras, le vuelve el pensamiento de que la copulación es lo más importante del mundo. Esa realidad, esa obsesión se le impone con el peso de la evidencia y le impide concentrarse en lo que escribe. Para nosotros, se trata de un dato que no carece de interés en la medida en que nos da una explicación positiva de su desapego por las tesis de Butler, cuyo carácter artificioso y retorcido le parece evidente cuando las contrasta ante la gravidez inapelable de unos testículos impacientes de descargar su semen. Lo que se va bosquejando es algo pegado a una gónadas con un pensamiento primario e incapaz de entender a las lumbreras que critica. Para él, no sólo las mujeres existen, sino que parecen configurar el universo entero. Su pensamiento es trivial, parco, inexistente en suma. Oye ruidos arriba, en su mente aparece con fulgurancia el cuerpo de su mujer y él en ella: es lo que llama pensar. Sabe que no es ella, que es el niño, del que se va a ocupar para dejarla dormir, ya no podrán hacer el amor esta tarde. Es lo que él llama una sensación de decepción y de cierto despecho para con su compañera por la oportunidad perdida.

Hemos repetido la experiencia en diferentes oportunidades, en diferentes hombres. Los resultados han sido siempre análogos, con pequeñas variaciones según el medio psicosocial de los individuos. Hay que reconocer que no hemos llegado a ninguna conclusión definitiva: lo que le pedimos al hombre le es, en el fondo, inconcebible. Técnicamente, la inyección de nuestros pensamientos en el hombre funciona, el problema es su incapacidad absoluta de tratarlos. (No seamos demasiado despreciativos, no creo que nosotros podamos entender aquella estúpida gravidez de las gónadas que se apoderó de RR). Nuestros trabajos no carecen, empero, de interés, los lectores atentos habrán comprendido la vía turbadora que abre ante nosotros la imposibilidad de producir enunciados coherentes por parte de los entes de nuestros experimentos: ¿Han existido los hombres? ¿No habrá sido el término hombre una concretización retórica sin base material? ¿Una manera de designar la alienación, la ávida sumisión insatisfecha de una persona -de una mujer- a sus gónadas? Otro enigma que emerge: si los hombres existieron realmente, ¿por qué las mujeres los toleraron junto a ellas?

Inevitablemente, todo esto terminará por conducirnos a poner en duda la existencia del género humano. Y entonces, volverá a surgir el Gran Enigma de los teólogos impenitentes ¿de dónde venimos? ¿Hemos acaso de aceptar que surgimos de aquellas mentes insignificantes cuya existencia postulamos un día por razones de comodidad teórica? ¿Qué es lo que produce eternamente en el vacío interestelar, estas palabras, que nadie leerá? ¿Somos Dios?