Clase dispensada por Nierenstein en Timburbrou el 12 de marzo de 2038.
En su Historia Contemporánea de América Latina, Tulio Halperín Dongui nos recuerda que uno de los procesos históricos mayores, en la América Latina del siglo diecinueve y de principios del veinte, es el asalto a las tierras indias y la inscripción de éstas en el ámbito del capitalismo mundial. En este proceso, las grupos dominantes que lo condujeron echaron mano de una retórica que oponía y, aún hoy opone, civilización y barbarie, ordenado jardín y caos de una naturaleza indómita, individulismo exigente del occidental y flojera congénita de la indiada, arcaísmo y « modernidad », justicia inherente a la ley y reino arbitrario de la fuerza.
Como toda obra artística, la novela de Rómulo Gallegos, admite diferentes comentarios. En lo que sigue me limitaré a inscribir a Doña Bárbara en el marco de la dialéctica o de la retórica que acompaña la « modernización » latinoamericana, que, acaso con más propiedad y adaptando una perspectiva esencialmente histórica, podría subsumirse a lo que THD designa con la esclarecedora expresión de orden neocolonial.
De manera confusa, pero perentoria, afirma Rómulo Gallegos en el prólogo de su novela el carácter realista de la misma. Sería, naturalmente, ingenuo creerlo : nada nos obliga a leer Doña Bárbara desde la perspectiva que busca imponernos el autor. Sugeriremos otra: Doña Bárbara, más que reflejar una situación histórica, constituye una escritura ideológicamente orientada de la historia venezolana, escritura ésta que se conforma con los intereses de los sectores dominantes de la sociedad venezolana de su época, ellos mismos sometidos a los del capital internacional.
THD señala que uno de los objetivos de los sectores dominantes de América Latina era alcanzar productividades comparables a las del mundo industrializado, pero pagando a los peones salarios latinoamericanos. Se buscaba al mismo tiempo la sumisión tradicional al cacique, al patrón y la eficacia del asalariado. RG propone a la admiración del lector unos peones luzarderos que siguen fieles a la estirpe del patrón a pesar de la lejanía y de la desidia de éste. Estos peones no dudarán, espontáneamente, en arriesgar sus vidas para salvaguardar la hacienda, y ésto de la manera más desinteresada.
Santos Luzardo alberga en su seno la indomable energía de sus antepasados, pero es también un modernizador, un civilizador. Sus actos lo prueban: busca sustituir la línea curva de la naturaleza con la recta del hombre civilizado. Más prosaicamente, lo que quiere es cercar sus tierras. Esta delicada y geométrica metáfora es una de tantas que en la historia latinoamericana ha permitido dar sonoros tintes de progreso al asalto de las tierras comunales. Si bien es cierto que no se trata exactamente en la novela de ese tipo de situación, la asociación generalizadora de la cerca y del progreso en nada es inocente en América Latina.
Santos Luzardo es un jurista refinado, defensor del derecho. El derecho, ¿quién lo ignora? protege al pobre ante el rico, al débil ante el poderoso. Un elemento indispensable en el buen ordenamiento jurídico de una sociedad civilizada es la seguridad jurídica. Invencible y eterno argumento éste, terriblemente actual, por otro lado. Una usurpación legitimada por un juez, que lleva por consiguiente el sello de la cosa juzgada, debe ser respetada. La decisión judicial es sagrada, su negación vale negación de la civilización y del progreso. Respétese el orden establecido, aun cuando fuere injusto, y, al final, segurito, las cosas van a salir bien. Nada puede fundarse sobre la negación de la ley o con el recurso a la violencia. Abnegación y obediencia traen como recompensa la felicidad, como la que alcanza Santos Luzardo en el aleccionador final de la novela. La creencia en una justicia inmanente que premia a los virtuosos no anda muy lejos.
¿Y la mujer? ¿No muestra objetivamente la novela de RG una de las características de la modernidad, que es la emancipación de la mujer, al ofrecernos la imagen de una de ellas conquistando tierras, imponiéndose en un universo masculino? Una vez más, la novela de RG parece dictada por los prejuicios de ciertos sectores más que por la observación de la realidad. La mujer que conquista no es mujer. La mujerona devoradora de hombres es la negación de la feminidad hasta en sus características más fundamentales –para Gallegos-, la maternidad. La mujer ideal, es la que representan aquellas señoritas ociosas de Caracas cuyos modelitos Santos Luzardo se esfuerza por imitar. Pero las cosas van más lejos : Marisela, deliciosa criatura cuya feminidad revela nuestro héroe, descubre gracias a una intuición certera y femenil el buen gusto caraqueño. Así, hasta la moda, por ser urbana y sobre todo portada por las élites, se asocia con un eterno impulso civilizador. Vector de dominación, la novela de RG puede serlo hasta en ínfimos detalles. ¿De dónde viene doña Bárbara, dónde termina? De lo indio, del río, de la selva. Y es allí donde termina, adonde vuelve. Personaje inverosímil, emergido del atraso y de la barbarie, vuelve a ella para que triunfe la civilización. No signa la novela de RG la irrupción de la mujer en la realidad latinoamericana. Al contrario, crea un antimodelo de hembra emprendedora, que en justo castigo, se perderá y abismará en la naturaleza, ajena al progreso, a la que en realidad, ser feral y primitivo, pertenece. Más que alzarla al nivel del hombre, RG la rebaja al estado de cosa natural que el varón enérgico y civilizado domeña, victorioso. A lo sumo, se le concede el derecho de alcanzar a comprender su propia insignificancia y amar sin esperanza a nuestro adusto campeón, que desdeña a quien humildemente a sus pies yace. Gracias él, a él, a él, puede enfín llegar doña Bárbara a ser mujer y recuperar in extremis su condición de madre, o sea, de mujer.
Doña Bárbara es, indiscutiblemente, una novela de la modernidad. Pero no, como podría creerse, porque la describe sino porque contribuye a crearla. Provee una retórica eficaz en la cual puede tomar apoyo una empresa de dominación, de apropiación del espacio que busca someter tierras y hombres y que THD denomina el nuevo orden colonial. En este sentido, la novela de Rómulo Gallegos se inscribe en una tradición de literatos urbanos y blancos -hombres frecuentemente- que pretenden describir América, ser sus escribas, su voz. Enjundiosa tradición ésta que va de Sarmiento a Alejo Carpentier y que ofrece a las élites urbanas un mito fundador, una posición proeminente y una dimensión ética de portavoces del continente y de sus gentes.