Sobre Lorca y Alberti, por Nierenstein.

Clase de Nierenstein sobre Lorca y Alberti.

Comentemos, basándonos en la obra de Rafael Alberti El hombre deshabitado (y en obras de Lorca, si nos parece necesario), esta afirmación del crítico César Olivia sobre la generación de 1927 :

Salvo alguna excepción, estos críticos, poetas en su mayoría, apostaron por la innovación y ruptura con modelos anteriores, en un deseo de trasladar formas líricas a escenarios llenos de prosaísmo. Precisamente, la característica principal de todos ellos fue la decidida voluntad de experimentar con el teatro, conectando así con los movimientos europeos más innovadores.”

In Teatro español del siglo XX., Editorial Síntesis.

La afirmación del crítico César Oliva se refiere a una época de profunda agitación y violentas controversias en las letras españolas y europeas. De la virulencia que reina en estos años puede dar una idea el grito de Rafael Alberti en el escenario tras el estreno de su obra El hombre deshabitado : “¡Viva el exterminio! ¡Abajo la podredumbre de la actual escena española!”. Es ésta también una época en la que la innovación formal corre pareja –como lo muestra el caso de Lorca- con la voluntad de hacer del teatro una herramienta de transformación social y de emancipación de unas masas españolas sumidas, sobre todo en el campo, en un estado de profunda postración. Tiempos asimismo en los que el Hombre parece liberarse de la tutela de un Dios cuya muerte Nietzsche había proclamado y en que se parece a veces querer hallar en la idea del Progreso un sustituto de la religión. En estas circunstancias la noción de vanguardia literaria traspasa las fronteras de lo estético. Emergen combates que lo toman por base pero que son de hecho enfrentamientos ideológicos, existenciales podría incluso decirse, implicados en una vasta dialéctica de confrontación entre una voluntad de renovación radical, de destrucción y “exterminio” y otra de rechazo de los nuevos vientos y de repliegue sobre lo preexistente.

En lo que sigue, analizaremos en primer lugar las oposiciones que surgieron entre vanguardistas y sus adversarios en el campo de lo dramático. A continuación, pondremos en relación las innovaciones surgidas en el teatro español y el quehacer poético de los miembros de la generación del 27 que las impulsaron. Situaremos luego esta controversia en el panorama más amplio del teatro y de la sociedad europea de los años veinte y treinta.

Por último, propondremos, a modo de conclusión, una articulación de los elementos analizados que conectará las formas singulares que tomó la renovación del teatro español con las circunstancias que les tocó vivir a unos jóvenes poetas que aspiraban a cambiar el mundo innovando en el teatro.

Los comentarios de C. Oliva podrían sugerir que la oposición entre vanguardistas y sus adversarios resulta de una objetivación textual inmediata. La lectura de las obras de aquellos años no siempre deja una impresión tan clara. Veremos a continuación que en aspectos como el lirismo, el realismo o las fuentes literarias no siempre es fácil situar a un dramaturgo donde “debería estar” y que incluso un mismo autor, como es el caso de Lorca, parece poder hallarse, en función de la obra y de los criterios que se elijan, de un lado o del otro de la frontera entre lo nuevo y lo antiguo. Ahora bien, la realidad del conflicto es indudable, aún cuando su delimitación textual pueda parecer ardua o arbitraria. Intentaremos pues buscar criterios que permitan agrupar a quienes se concibieron como una vanguardia con características comunes y que la historia literaria asocia en lo que denomina la generación del 27.

Señala C. Oliva que estos dramaturgos aspiraban a llevar formas líricas a escenarios llenos de prosaísmo. En el teatro español del primer tercio del siglo XX predomina el realismo ; abundan en particular las comedias costumbristas en las cuales, una fidelidad aparente a la realidad recubre el recurso frecuente al estereotipo y al chiste consabido. Ante esta situación, un Federico García Lorca reaccionará introduciendo en sus obras oleadas de fantasía y de lirismo popular. En este sentido, hay un evidente contraste con autores como los hermanos Quintero. Sin embargo, la lectura de su obra póstuma La casa de Bernarda Alba da una impresión muy diferente. Lo lírico ha desaparecido casi por completo y la poesía, evidente, que baña la obra no puede sin más ni más ser calificada de lírica. El mismo Lorca proclama que su obra es un documento fotográfico. Parece incluso, según Angel del Río, haber exclamado refiriéndose a esta obra “¡Ni una gota de poesía!, ¡Realismo!, ¡Realismo!”. La crítica ha señalado con perseverancia los elementos poéticos que abundan en La casa de Bernarda Alba. Pero no debe ello conducirnos a obviar el que estamos ante un texto en el cual, si bien es cierto que los diálogos por lo estetizados y poéticos pueden resultar inverosímiles, en ningún caso presenta nada imposible : realismo poético, sin duda, pero realismo al fin y al cabo es lo que caracteriza a La casa de Bernarda Alba. Cabe recordar que ningún realismo, ni el de los Quintero, ni el de Zola o el de Dostoievsky es “fotográfico”, y que, históricamente, el realismo nace en reacción a lo fantástico : se le exige que lo que acaece en sus relatos sea posible, no verosímil. Negar el realismo de La casa de Bernarda Alba implica una restricción considerable de esta noción, restricción que la crítica en general no parece buscar, como lo demuestran los numerosos adjetivos (socialista, mágico, maravilloso, poético, social, histórico…) que en la historia literaria acompañan a un substantivo al que con tanta frecuencia se recurre.

El acto fundador de la generación del 27, a la que se refiere en su comentario César Oliva, es un homenaje a Luis de Góngora. No sólo Góngora sino también numerosos autores del siglo de oro inspirarán poderosamente a quienes aspiran a renovar el teatro español. Tomemos el caso de Rafael Alberti y de su obra ya mencionada, El hombre deshabitado. Se trata, nos dice el autor, de un auto, lo que inscribe su trabajo en una enjundiosa tradición española donde sobresalen Lope de Vega y Calderón de la Barca. El crítico Marrast ha observado que la obra de este último El gran teatro del mundo está particularmente presente en la génesis de El hombre deshabitado. Las influencias van, empero, más allá de las ejercidas por los dramaturgos : en el título mismo de la obra, hay ecos evidentes del poeta Quevedo, que escribiera : “dejar deshabitado cuerpo” o “el cuerpo que del alma está desierto”.

Lorca nos provee con otro ejemplo del interés de esta generación por lo clásico : su compañía “La Barraca” se da por objetivo difundir el teatro clásico español en los pueblos de España.

Por supuesto, nada impide que un grupo de artistas con ansias de renovación se inspire de autores pasados, pero lo que parece claro es que las fuentes literarias de la generación del 27 no permiten calificarla de vanguardista. Antes al contrario, nos obligan a circunscribir y a definir con precisión el alcance renovador de su acción. Sin embargo, algo resulta evidente : es el tono libérrimo, incluso blasfematorio con que se utiliza la tradición. Ejemplo patente de lo que decimos es, una vez más, El hombre deshabitado, que muestra a un Dios chapucero y cruel en lo que puede verse como una terrible irrisión del auto sacramental.

Tiene sin duda razón César Oliva cuando afirma que la principal característica de los dramaturgos del 27 fue la “decidida voluntad de experimentar con el teatro”. Vale decir de transgredir y de utilizar a su antojo la herencia literaria y religiosa. El primer Lorca experimenta y transgrede en obras como El público, forzando a la realidad a penetrar en la obra. Alberti transgrede también con el violento grito que lanza desde el escenario, comportándose en actor, histrión y personaje, rompiendo las paredes de vidrio de la escena para imponer una suerte de precursor “happening” y mezclando “vida” y “sueño”, como lo hiciera en el perímetro de su famosa obra su admirado Calderón. En una época de angustia y de profundas transformaciones, Lorca, Alberti y otros dramaturgos buscan un lenguaje capaz de reflejar y de desafiar a un tiempo al alterado mundo en el que viven. Buscan un lenguaje que sea una dialéctica entre un decir profundo de lo real y su destrucción, entre el “condecir” y el “desdecir”. Lo que hallarán será, no es de extrañar, un lenguaje poético, un lenguaje de poetas, que es en el fondo lo que son, irreductiblemente.

Los acontecimientos que constituyen el asunto de La casa de Bernarda Alba no son en sí mismos ni más ni menos verosímiles que los que pueden aparecer en tal o cual comedia costumbrista. En ésta serán inverosímiles las coincidencias y casualidades que permiten chanzas y chistes. En la obra de Lorca, lo inverosímil reside no en los acontecimientos mismos sino en la manera de expresarse de los personajes: “por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo encendido por piernas y boca”, o “El dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como un león”. Estos ejemplos ilustran dignamente la afirmacion del autor, según el cual “el teatro es poesía encarnada”. En El hombre deshabitado no hay realismo, pero la obra comparte con la escritura lorquiana la impregnación poética de ciertas réplicas que conviven con lo prosaico -o hasta chabacano y pedestre- de otras, a veces incluso confundiéndose ambas cosas : la mujer que emerge de las profundidades será “Un misterio enfundado en una cinta blanca”… En la boca del vigilante nocturno estas hermosas palabras parecen mancilladas por el cinismo del personaje.

Así pues, estamos ante un teatro poético… con muy pocos versos ¿En qué reside la poesía de este teatro, que parece asaltarnos como una evidencia pero que al mismo tiempo parece rehuir su forma clásica, la del verso?

El lenguaje es polisémico, el lenguaje poético explota esta polisemia y atenúa la progresividad del lenguaje lato o narrativo desplegando a partir de la cadena de palabras de un mensaje una pluralidad de significaciones simultáneas. El decir poético vale por lo que dicen las palabras, por su semantismo, pero también por su forma ; aúna en su enunciación un mensaje y un retorno al mismo mensaje concebido en tanto que forma, viéndose en su estructura material un valor intrínseco. Se sitúa así el decir poético entre dos mundos y su doble naturaleza hace de él un operador de trascendencia. Empleo del lenguaje, así como reflexión sobre el mismo, lo poético es también un poderoso actualizador de quien lo produce, haciendo presente ante el lector o el espectador al autor o, con más propiedad, al “autor implícito” de Wayne Booth.

Lo prosaico, al contrario, juega con la ilusión de la palabra neutra, objetiva, verosímil, finge ser lo que cualquiera podría decir sin que un poeta, -un Hacedor consciente, ¿un Dios?-, se lo dicte.

A través de lo poético la instancia “autor implícito”, llamémosla Lorca, está omnipresente en la obra, introduciendo lo inverosímil del lenguaje poético en las bocas de las protagonistas de lo que hubiera podido ser, en otro caso, un mero “documental fotográfico de los pueblos de España”.

Observemos que R. Alberti, en El hombre deshabitado no satura de poesía los diálogos, pero plantea de manera directa lo que el lenguaje poético de Lorca deja traslucir en La casa de Bernarda Alba: el diálogo transgresor entre diferentes niveles de realidad.

Ahora bien, estas consideraciones transhistóricas deben articularse con las convenciones de cada época: el sentido que emerge de la presencia de la poesía en una obra no es el mismo en el teatro clásico que exige el verso y en el teatro realista que lo excluye. Lo transgresivo de Lorca radica en la irrupción de la imagen poética en lo banal y en su afirmación perentoria de que lo que nos muestra “es” la realidad, un documental fotográfico de los pueblos de España.

La inquietud ontológica de la poesía, su constante bregar con diferentes niveles de la realidad, irrumpe en el teatro español renovándolo en un momento en que se desmoronan antiguas jerarquías y en que el hombre parece apoderarse de su destino. Los jóvenes poetas que combaten por expulsar de los escenarios al teatro costumbrista piensan encarnar las pujantes necesidades expresivas de los nuevos tiempos que se anuncian.

La industrialización y el crecimiento económico ligado a la primera guerra mundial habían acercado España a Europa y las inquietudes y aspiraciones de espacios alejados durante el siglo XIX -en razón del estancamiento en que se hallaba sumida España cuando Europa conocía el crecimiento económico y la efervescencia intelectual- se acercan vertiginosamente.

El primer tercio del siglo XX es una época en que diferentes evoluciones históricas parecen acelerarse para hacer estallar fronteras mentales y sociales que hasta entonces podían parecer naturales y transhistóricas. Así, las mujeres comienzan a entrar en la esfera pública, los obreros se organizan y constituyen fuerzas políticas que parecen poder llevarlos al poder o, a lo menos, que les permiten escapar a la sumisión completa al patrón. Estas mismas clases empiezan, aunque tímidamente a tener acceso al saber, cuya legitimidad social parece sustituir a otras como la de la Iglesia o la de la clase social, encarnada en el campo por el cacique. El Estado irrumpe en campos de los que antes estaba muy poco presente, como el de la educación o el de la salud.

En este contexto de inestabilidad política, social, ideológica, grande es la tentación nihilista de destruirlo todo para construir al hombre o a la sociedad nuevos. “¡Viva el exterminio!” clama Alberti, y este grito no es sólo estético, es la voluntad de destruir lo pasado con una alegre confianza en las capacidades de la juventud, de la vanguardia, de construir algo nuevo y mejor.

Observemos el largo discurso que el Vigilante inflige al hombre deshabitado en los inicios de la obra : es el doble dramático del grito de Alberti en el escenario, es la negación absoluta de cualquier valor de lo previo, de lo pasado. Es endiñarles a los demás la convicción de que la vida de verdad empieza gracias al que habla, vigilante o joven poeta.

Pero esta posibilidad de destruirlo todo, lo sugeríamos arriba, corre pareja con la confianza, casi la certidumbre, de poder reconstruir el mundo. Dios cae como una vieja estatua inanimada, ¿deshabitada?, y el Hombre se erige en Hacedor. Sin embargo, a pesar de esta jocundia destructora, la obra de Alberti es pesimista y nos advierte del riesgo de salir de las manos de Dios para caer en las de un demiurgo cruel y malvado, peor aún, chapucero.

Era joven y tonto”, dice Alberti, hablando de las algaradas de sus años mozos. Acaso lo fuera el Alberti alegremente irresponsable de su histriónica proclama encaramado en el escenario. Pero no lo es el dramaturgo que con lucidez avisa ante el peligro que empieza a cernirse sobre los europeos con la irrupción de doctrinas totalitarias que parecen querer construir al hombre sobre la previa y completa negación de lo pasado. En todo caso, la obra anula con creces la incómoda cercanía del grito de Rafael Alberti y el lúgubre y siniestro “¡Viva la muerte!” del sedicioso genera Millán Astray.

En estas condiciones, surge tanto en España como en otros países europeos un teatro que es reflejo de ansiedades y angustias y que al cuestionar las fronteras tradicionales entre teatro y realidad, entre autor y personaje, entre público y escena, se plantea la posibilidad de que el Hombre sustituya a Dios y de que sea él quien rija su destino y el de la sociedad.

En este sentido, el teatro de Lorca o de Alberti, conecta en efecto con el de un Pirandello de Seis personajes en busca de autor, o con el futurismo de un Maiakovsky.

Para ser operante, la noción de generación literaria tiene que imbricarse en unas circunstancias históricas y sociales: una generación es una construcción intelectual cuya eficacia se reduciría a poca cosa si no entroncase con el entorno en el que aquellos a quienes en ella se incluye vivían y creaban. No hay que olvidar, empero, que una generación surge de una serie de actos, a menudo no literarios o por lo menos atextuales, efectuados por los artistas, actos éstos que tienden a unirlos, a sus ojos, a los del público o a los de los estudiosos y que se enmarcan en una lucha por un poder simbólico que con frecuencia toma ribetes de enfrentamiento entre el progreso y el conservadurismo. Esto es particularmente importante en la época de la que hablamos, en la cual grandes tensiones sociales conviven con una fe casi ciega en el progreso y en la cual numerosos poetas se sintieron llamados a participar en combates en que lo estético se les mostraba como imbricado con lo político, lo social, lo ideológico.

Estos diferentes parámetros confluyen en las obra teatrales de Lorca y Alberti que producen a su vez una manera de estar en un mundo en ciernes y constituyen, acaso, una herramienta para transformarlo.