Me dijo con los ojos que ni se me ocurriera. Hjörleifur, del Taller.

Sobre el Taller.

Sobre el Taller.

Sobre el Taller.

Sobre el Taller.

Decidí que las cosas cambiasen. Podría no haberlo hecho. Pero decidí hacerlo.
El lunes 11 de septiembre de 1998, un hombre vino a verme y me dijo que era mi hermano. Mis padres no eran mis padres.
Mi madre biológica había dado a luz en un dispensario de una comarca de olivares y girasoles. Unas monjas decidieron que yo no tenía que crecer entre esas gentes miserables y sin cultura y me entregaron a mis padres, personas acomodadas de Madrid que no podían tener hijos. Mis padres adoptivos sabían que yo no había sido abandonada y me lo ocultaron. Nunca me llevé bien con mis padres, pero le tenía cariño a algunas cosas de mi vida, de mi casa, de mi barrio.
¿Por qué habría de cambiar?, le pregunté a mi hermano biológico.
¿Por qué ver a esa señora que me trajo al mundo y que me buscó durante tanto tiempo? Yo soy algo para ella, yo quizás sea algo para ella. Pero, ¿qué es ella para mí?
Dejé que me abrazara. Sentí sus senos blandos pegarse a mi cuerpo. Sentí sus lágrimas tibias humedecer mi blusa. Vi la emoción de mis hermanos que sabían de mi existencia y que yo ignoraba.
Me emocioné yo también, pero nada prueba que mi emoción fuese auténtica.
Mis hermanas no vestían como yo. Mi blusa era el resultado de gustos forjados en otros lados, con otras personas.
Mucha gente no se entiende con sus padres ; era el caso, por ejemplo, de la mayoría de mis compañeros de clase. La cizaña puede reinar entre ADNes gemelos. Pero muy poca gente tiene la posibilidad de elegirse otros padres, de inscribirse en otra genealogía. Los niños a veces lo hacen “Tú no eres mi papá!”, oí proclamar a un muchachito iracundo de cuatro años, hace unas semanas, en el autobús. De adolescente, hay quien sueña con otros padres, con padres que lo comprendan. A esa edad se siente que la familia es uno mismo, que modificar a la familia es modificarse a sí mismo.
Mi hermano me dijo que cuando llamó al timbre de mi apartamento, lo hizo temiendo que yo le cerrase la puerta en las narices. Me dijo que temía que mi reacción fuese la de nuestra madre : cuando él le dijo que me había encontrado, ella le dijo que no quería que hiciese nada, que todo era culpa suya, que no tendría que haber ido a aquel dispensario, que no tenía, ahora derecho a destruir, por un abrazo, la felicidad que sin duda me habían dado mis padres adoptivos. Mi madre, creo, temía que la mujer adulta que yo era destruyese el recuerdo del bebé que ella había podido alimentar durante unas semanas.
Yo acepté con curiosidad el nuevo pasado que, con timidez, aquel hombre algo mayor que yo me proponía. Mis hermanos adoptivos me odiarían. No dije nada.
Empecé a viajar al sur con regularidad. Llegaba a aquel pueblo y me sentaba a la sombra de la parra dejando pasar las horas y escuchando a aquella señora que con ojos ciegos desgranaba mi pasado entre silencios con la mirada perdida en un invisible horizonte de olivares. Mi abuelo fue fusilado por sindicalista durante la guerra civil, mi padre murió poco antes de que yo naciera.
De vuelta a Madrid, me sumergía en el trabajo. La inspectora Fernández Serra volvía a investigar los homicidios y asesinatos que se multiplicaban de manera inexplicable.
El caso el que estaba trabajando cuando recibí la visita de mi hermano me hacía sospechar un sórdido entramado en una encumbrada familia madrileña. Habíamos recibido una llamada anónima que sugería que el accidente de caza que había afectado a don Reinaldo Garrido Montefiel durante la montería anual de la familia quizás no fuese tal y estuviese más bien relacionado con las tensas relaciones que mantenía con su primo Miguel López Garrido.
Algún tiempo después recibí una llamada de José, uno de mis hermanos biológicos. Se había localizado una fosa común que podía albergar la tumba de nuestro abuelo. Poco tiempo después, las pruebas ADN confirmaron la información. Temí, lo reconozco, ese fue mi sentimiento, que mi madre muriera. Temí que, habiendo localizado el ADN que la había engendrado y el mío que le habían arrancado, que, habiendo concluido su búsqueda, ya no tuviese razón para seguir viviendo. La mujer que encontré bajo la parra la vez siguiente arbolaba una serenidad que tal vez presagiase la muerte, pero que le daba una forma de imperio o de autoridad. Me contó cosas que nunca me había contado. Su abuelo fue denunciado por su hermano, que quería quedarse con las magras tierras que había heredado. El tío de mi madre era falangista y había utilizado su posición para sacarse a su hermano de en medio, quedándose con las tierras y asegurándose además la benevolencia de las autoridades franquistas. Con una generosidad que tal vez fuese la culminación de un castigo, permitió con algunas dádivas que la familia de su víctima sobreviviese en los años de hambruna de después de la guerra. La familia de la viuda agasajaba al asesino del padre cuando éste los iba a visitar. De no haber actuado así, mi abuela no hubiese tenido con qué alimentar ni cómo proteger a sus hijos de rojo, que las autoridades del pueblo y la guardia civil hostigaban sin cesar.
Reinaldo López Segura no tiene enemigos. Lo que pasó fue un accidente de caza, nada más. Nuestro informante anónimo acusa a su primo, pero no nos da pruebas. Dos meses antes del accidente de caza, un coche atropelló a don Reinaldo y se dio a la fuga. Miguel Garrido Segura declara que las relaciones con su primo son buenas. Contrariamente a lo que le sugerimos, no ha habido ningún movimiento anormal de dinero en los negocios de la familia. Don Miguel no puede disimular el desdén que mi compañero y yo le suscitamos. Don Reinaldo no es desdeñoso, quizás lo fuera en otras circunstancias, pero tal vez el hecho de haber estado a punto de perder la vida le haya recordado que todos estamos hechos de carne, incluso estos policías plebeyos o desclasados. Pero don Reinaldo no nos dice nada. Y diciéndonos tan poco, nos está diciendo mucho : la policía nacional no tiene que ocuparse de los asuntos de los Segura.
O tendría que hacerlo para ejecutar sus órdenes… Como lo hiciera en los años de la efervescencia del postfranquismo, como me explica Antonio, mi compañero, que parece querer, como siempre, resolver el caso en los archivos de historia… Antonio es, de hecho, historiador. Pero no habiendo encontrado trabajo en lo suyo, se metió en la policía. Trabajamos juntos desde hace dos años. Somos complementarios. Yo soy cínica, él es apasionado. A mí, hasta ahora, no me interesaba el pasado. Para él, el presente de todos estos homicidios es una excusa para sumergirse en el pasado. Durante los años de después de la muerte de Franco, los campesinos sin tierra de Viaria ocuparon las tierras de los Segura, querían constituir una cooperativa agraria en los cotos de caza de la familia. El coronel de la guardia civil, fiel a una tradición que muchos años iba a llevar superar, ordenó un desalojo brutal bajo las órdenes de don Ramiro.
Durante uno de los viajes de vuelta a Madrid desde la propiedad de los Segura donde descansaba don Reinaldo, le pedía a Antonio que me hablara de las represalias que se habían producido después de la guerra. Me miró con extrañeza, sabedor de la desmemoriada superficialidad que me definía. Yo quería que me hablase de la cuestión de los niños robados tan comentada por la prensa en los últimos meses, pero no quería contarle mi caso personal. Fui tan torpe como don Reinaldo cuando declaraba no tener nada que decirnos. Háblame de los niños robados, le dije, dejando de lado toda estrategia para llegar como quien no quiere la cosa hasta el tema que me interesaba. Antonio me habló de varios casos, entre ellos el de Liberia Hernández, entregada a los ocho años a una familia ruin que lo que quería era una sirvienta (palabra a la que el marido confería el significado extensivo tan frecuente aún hoy). Liberia se encontró con su madre gracias a la intervención de un hermano suyo en los años ochenta del siglo veinte. El padre de Liberia parece haber sido asesinado por el cacique del pueblo, por un asunto de tierras. La madre se tuvo que casar con cierto don Camilo, para mantener a la familia. Don Camilo no quería bebés en la casa que no fuesen de él y la madre de Liberia tuvo que dejar a la niña en una casa cuna, adonde iba todos los días a verla hasta los ocho años, en que fue entregada al mencionado matrimonio de Alcoi. Liberia cuidó a sus maltratadores hasta su muerte.
Antonio, que conocía mi escaso gusto por la lectura, me recomendó unos documentales realizados por la televisión pública. Recuerdo ahora un caso muy similar al que me contara mi madre biológica : un hombre, falangista, denuncia a su hermano para quedarse con sus tierras. El hijo de la víctima, un hombre de piel arrugada, le pregunta con rabia al periodista, con la misma rabia sin duda con la que formulara la pregunta a su madre, porqué tenían ellos que saludar con tanto respeto a aquel tío culpable de la muerte del padre. Daba la impresión que la misma historia había surgido en todos los pueblos de España.
Aquel día, cuando Antonio me dejó en la puerta de casa, me hubiese gustado que, en lugar del seco y habitual hasta mañana, me diera un beso. Me reí de mi misma y de mi frivolidad mientras esperaba el ascensor.
Nuestro informador anónimo nos ha dado datos muy interesantes. Nos dice que don Reinaldo descubrió que en las cajas de flores que llegaban de Colombia había cocaína. El responsable del tráfico era su primo Miguel. Se pelearon. Según nuestro informador, Miguel intentó asesinarlo porque Reinaldo no quería negocios ilegales y lo amenazaba con revelarlo todo. Pero tenemos otra pista : el hijo del jornalero muerto en la toma de tierras que había mencionado Antonio trabajaba para los Segura y estaba en el coto el día de la caza. Lo iban a despedir por descomedido y poco servicial. Cuando la Guardia Civil desalojó a los campesinos, el joven Reinaldo junto con el capataz y algunos hombres de la finca se desempeñaron con violencia junto a los guardias. Se dice que el muerto, lo fue por obra de Reinaldo y que la familia empleó a Manuel, el hijo como una especie de reparación. Con los años, Manuel fue volviéndose cada menos servicial, u obsecuente, como se prefiera, cada vez más insolente. Y la causa de su presencia en la finca fue diluyéndose. La hipótesis era que, viéndose a punto de ser despedido, el odio que le tenía a don Reinaldo se le despertó y la necesidad de vengar a su padre lo cogió por la garganta, tanto más cuanto que los Segura parecían querer romper el contrato tácito de reparación que existía entre ellos y que le había permitido durante años llevar una vida más o menos tranquila si no hubiese sido por aquellas pesadillas que le quitaban el sueño.
En la plaza del pueblo de mi madre, en la plaza de mi pueblo, cuando yo iba a subir al coche para volver a Madrid, nos cruzamos con Juan Manuel, mi tío abuelo, el que hizo matar a su hermano. Esta es mi hija, Juan Manuel, la que me quitaron, dijo mi madre. No te quejes, que tan mal no está. Le va mejor que a nosotros, María, dijo, con una mirada a mi rutilante coche gris y con otra, no desprovista de cierta forma de codicia, hacia mí. Me alegro de conocerte, concluyó, algo desconcertante.
Manuel, nuestro sospechoso, nos estaba esperando cuando llegamos. Nos hizo entrar. Sentaos, dijo, no sin autoridad, con voz de hombre cansado.
He sido yo. Cuando el señorito mató a mi padre, nosotros supimos enseguida que sería inútil acudir al juez. Treinta años llevaba al frente de aquel tribunal y al servicio de los Segura. Un primo nuestro que trabajaba en la finca nos transmitió la oferta de ellos : un puesto de trabajo para el vástago de la familia que designásemos. Me eligieron a mí, el más sumiso, el más tímido. Tuvieron razón. Me estoy poniendo viejo y don Reinaldo todavía más. Cuando supe lo del accidente de coche, me dije que si no me daba prisa, el asesino se me iba a escapar muriéndose solo. Vosotros dos sois los únicos que sabéis esto. Si vosotros no lo contáis, nadie lo sabrá. Dejadme envejecer tranquilo. No volveré a intentar matar a don Reinaldo. La suerte lo ha perdonado.Y él me ha perdonado a mí. Don Reinaldo sabía que había sido yo, y no ha dicho nada.
Cuando le estábamos poniendo las esposas, mi mirada implorante buscó la de Antonio. Yo, turbada, le pedía que lo dejásemos ; yo, la cínica, le pedía que reparásemos la injusticia que se había cometido con este hombre al que, siendo niño, le habían arrancado al padre en aquel acto en que nosotros, o nuestros predecesores, habíamos sido cómplices. El, el idealista, él, el generoso, me dijo con los ojos que ni se me ocurriera, cerró las esposas y llamó a la central.