Carta de un islandés a Josefina Aldecoa, que se equivoca cuando piensa que escribe en francés porque asocia el español al miedo. 

Akureyri, día 253 de marzo de 2030.

Señora Josefina Aldecoa1,

El azar, usted reconocerá este giro, que no es mío, me deparó la oportunidad de escucharla en la Télévision Suisse Romande, que, a veces, captamos acá, en Timburbrou, débilmente. Las imágenes eran borrosas, pero el sonido lo bastante bueno para que entendiese casi todo lo que dijo.

Reconozco que, en varios momentos, me conmoví. No quiero precisar cuáles fueron esos momentos. Baste decir que ambos fuimos chicos en la Argentina de los militares. Haré, sin embargo, una excepción, indispensable para que la escritura de esta carta pueda proseguir.

Para escribir sus libros, usted eligió el francés, lo que atribuye a que, en ese idioma, podía expresarse sin miedo. En oyendo esas palabras suyas, sentí con sorpresa, que se me humedecían los ojos: se da la circunstancia de que yo escribo en islandés. En contadas ocasiones, como ahora, vuelvo al español, que ya no llamo más castellano.

Usted lo habrá olvidado, pero hace años, conversamos. Fue en un tren, en Suiza. Usted estaba sentada en el asiento de atrás y me habló después de oírme recitarle el Martín Fierro a mi hijo, después de que le contara la historia de nuestro gaucho patrio, con Cruz y con los dos lagrimones que le ruedan por la cara a Fierro cuando, tras pasar la frontera, Cruz le dice que se vuelva para mirar las últimas poblaciones. A usted le gustó que yo le transmitiese a mi hijo el recuerdo del Martín Fierro, que, en rigor, no se lo dije, no era, para mí, un recuerdo argentino, dado que leí y memoricé el insigne poema bastantes años después de haber dejado nuestro país; del mismo modo y en la misma época voluntaristas en que aprendí a tomar mate y a gustar de Gardel.

Pero no es el motivo de la presente el decirle que me emocioné escuchándola, sino que disiento de su explicación. O, más bien, que me parece superflua. Cuando uno cambia de país a los siete años, lo habitual es que el idioma del país de acogida se vuelva dominante. Hay innumerables estudios que lo demuestran. Usted estaba en Francia y conocía el francés: lo previsible era que escribiese en francés. No creo apropiado buscar una explicación compleja, sofisticada o emotiva cuando otras, más generales o triviales, están a nuestra disposición. Hágase a un lado la incierta y ociosa introspección, cuando tengamos a mano las explicaciones del científico. Yo le aplico la navaja de Ockham a su situación: « En igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable ». El monje franciscano del Medioevo y su principio de economía o de parsimonia siempre han sido un faro en mi vida. No me canso de admirar esa mente preclara que, sin saberlo, fundara el reduccionismo metodológico y su extensión radical a la psicología, que hoy aplico a sus declaraciones.

No piense, por favor, que esté cuestionando su sinceridad; lo que pasa es que las explicaciones que damos de nuestros estados mentales obedecen a imperativos que las vuelven poco fiables. Creo que usted escribió en francés porque es lo que le era más natural y creo que, después, inconscientemente, revistió ese hecho con explicaciones que le venían bien. Probablemente, el que sus interlocutores acogiesen con agrado o interés dicha explicación haya reforzado en su mente la verosimilitud o el prestigio de las mismas. Probablemente suscitase usted menos interés cuando dijo que escribía en francés porque le resultaba normal hacerlo. Somos, en cierta medida, criaturas pavlovianas: cuando decimos algo que gusta, terminamos pensando que es verdad.

Mi editor islandés me dijo una vez: “ »Skrifaðu á íslensku, maður!” o sea: “¡Escribí en islandés, che!”. Mi editor pensaba que había miles de personas escribiendo lo que yo escribía en español (« á spænsku ») y que la única manera de vender era dándome un toque de exotismo, contando que había sido marinero, obrero, conductor de grúa y todo lo demás. Yo estoy seguro de que un editor francés nunca le hubiera dicho algo así. Yo seguí el consejo de mi editor, porque estaba harto de ser marinero, obrero, etc. Tal vez piense que le atribuyo mi propio cinismo. Pero yo no soy cínico, sino riguroso. No creo que usted sea cínica.

En nuestro cerebro, hay una competición de ideas y, las que prosperan no son necesariamente las más verdaderas, sino las que, en la economía de lo que, de alguna manera somos, presentan las mayores ventajas. Mi visión de lo que somos, de lo que, poco a poco, llegamos a ser, se ha forjado leyendo a Darwin y el inestimable Consiousness explained, de Daniel Dennett, que recorrí una y otra vez en jornadas fervorosas pasadas en la biblioteca universitaria de Islandia, tal vez buscando un antídoto contra la emocionalidad recibida de nuestra patria común donde tanto menudean los lagrimones. También me agrada la idea de que nuestro cuerpo, nuestro fenotipo, es el vehículo que se dan nuestros genes, nuestro fenotipo, para existir. Somos el envoltorio de nuestros genes, esa carnecita que los rodea. En última instancia, actuamos para maximizar las posibilidades de transmisión de nuestro patrimonio genético. Esta idea debe matizarse, lo que no haré aquí. Me limito a consignarla, no porque sea necesario en mi argumentación, sino porque estimo normal que quien se toma la libertad de escribirle, algo le diga de sí. Quizás haya reconocido en lo que acabo de decir al biólogo Richard Dawkins, que también leyera con pasión en la misma biblioteca, en el mismo invierno islandés. Qué lástima que una mente así de brillante se haya alterado en los últimos años. Quiero contarle también que, siendo chico, estuve a punto de morir ahogado en el delta del Tigre, que Haroldo Conti, que usted y yo admiramos, tuvo tiempo de describir tan vívidamente antes de desaparecer. Recuerdo el gusto terroso y amargo de aquellas aguas tibias, recuerdo la diarrea de los días posteriores a haberlas ingerido cuando buscaba respirar. Recuerdo la mirada del hombre que me sacó del hoyo en el que caí sin saber nadar. Son pocos los rostros argentinos que no se han borrado de mi memoria; el aindiado de mi salvador es uno de ellos. En mi mente, lo que son las cosas, el rostro de Conti se confundía con el de aquel hombre. Hasta que vi una foto del verdadero Conti, claro.

Volvamos a lo que le decía ser el meollo de esta carta: el escepticismo con que recibo la explicación que da usted de su elección del francés. Tal vez me objete lo que le dije al principio, la emoción que sentí. Sí, me conmoví cuando usted habló de recurrir a un idioma que la protegía del miedo. Esa emoción vendría a demostrar la exactitud de su análisis y, todavía más, su aplicabilidad a otros cerebros. Razonemos: si lo que usted dice me conmovió, fue porque me reveló una verdad que yo desconocía: yo también elegí un idioma extranjero para hablar con libertad. El que su interpretación haya conseguido anidar en un cerebro tan hostil y hermético como el mío, sería un argumento suplementario. Entiendo su objeción -la que le atribuyo, quiero decir, porque usted y yo, claro, no hablamos, y si hablamos una vez, nunca habríamos de volver a hacerlo-. La entiendo y me parece digna de consideración. Pero no me satisface.

Lo que mi emoción demuestra es la fuerza de ciertos relatos, no la verdad o el rigor de los mismos. A usted y a mí nos emociona inscribir un fenómeno neurológico banal en nuestra historia personal, en lo que somos, en lo que creemos o fingimos ser, en la historia del mundo, en aquello de lo que hablamos. Es un comportamiento humano normal que, también se aprecia en otros primates e incluso, incipiente, en otros mamíferos. Las inteligencias artificiales “perciben” asimismo ese gusto nuestro por la creación de una identidad forjada a partir de eventos que dotamos de un sentido que los hace susceptibles de incorporársenos o de incorporarse en el relato que somos o pensamos ser. Aquí, hay que dar a la palabra incorporar su significado etimológico. La transformación en relato de eventos es una manera de ser cuerpo, de crear cuerpo, de habitar nuestro cuerpo. Le doy un detalle curioso: el surgimiento de relatos íntimos en la esfera de lo público es epidemiológicamente superior en París y Buenos Aires que en otros lugares del mundo. Mi hipótesis es que esto se debe a la incidencia mayor del psicoanálisis en ciertos círculos humanos de esas ciudades. Le pido que no se ofenda: entre nosotros la epidemiología estudia la prevalencia estadística de ciertos estados fisiológicos, siendo las patologías, siendo el psicoanálisis, solo un subconjunto de otro, mayor, que engloba la totalidad de los estados fisiológicos.

Yo creo que esa creencia que usted compartió con los oyentes de Radio Suisse Romande, a pesar de ser falsa, es indispensable. Son esos falsos recuerdos los que cada mañana, cuando nos despertamos, hacen que volvamos a ser lo que somos o lo que creemos que somos. Son esos falsos recuerdos los que uniendo lo que somos y lo que fuimos conforman nuestro presente.

Cabe la posibilidad, también, de que su afirmación haya sido la traducción en lenguaje humano de su estado mental. El problema es que usted no dijo: “Me sentía más cómoda en francés, dado, probablemente, mi mejor dominio de dicho idioma. Siendo esto así, di en pensar arbitrariamente que esta sensación se debía a que mi mente confundía mis superiores competencias lingüísticas con la libertad de expresión de que gozaba en Francia, país donde yo podía contar mis recuerdos argentinos sin temor.”

¿Por qué escribirle esta carta? Confieso que no me siento cómodo haciéndolo. Esta carta, bien a mi pesar, no es cordial. De estar conversando con usted, yo lo sería, como lo fui, por supuesto, aquella vez en que hablamos en el tren. Quizás la mejor justificación que pueda dar sea que la probabilidad de que usted reciba esta carta es ínfima. Mi acto sería, pues, insignificante. Mi acto es, con toda seguridad, insignificante. Sin embargo, esta justificación no puede satisfacernos. Ni a mí, ni a usted que, en el mundo efímero que crean mis dedos al caer sobre las teclas, está leyendo lo que escribo.

Más apropiado me parece argumentar recurriendo a la ineficacia de mi carta. De llegar, ínfima, más que ínfima probabilidad, esta carta a sus manos carnales, a las manos de quien usted es, no la leerá. O la leerá y la descartará como insignificante, como triste, como indigna de su interés. Y aun si la leyere, todo seguiría igual. Sus creencias no se alterarán. Y si se tomare en serio lo que le digo, y si perdiere su creencia y se convenciere de que escribir en francés fue el resultado de un banal proceso neurológico harto previsible por la epidemiología, tampoco importará, porque las creencias que nos constituyen tienen la sorprendente propiedad de mantener nuestra unidad aun después de que las hayamos perdido. El guerrero germano que ha perdido la fe de sus mayores fascinado por Ravena sigue siendo la misma persona que antes; el que la fe esté rota, no importa. La fe tiene una valencia positiva o negativa, que puede cambiar, pero su presencia, una vez adquirida, no desaparece. Del mismo modo, el descubrimiento de su error no tendrá ninguna consecuencia importante para usted. Lo único que cuenta es que no olvide su creencia. Hasta ahora la creía verdadera, después le parecerá falsa. El verso y el anverso de la moneda no cuentan, la moneda, sí. Se atribuye a Borges una versión mejorada de esta frase: El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.

Los argumentos que acabo de usar tienden a probar que yo puedo escribirle. Pero no justifican por qué lo hago.

Voy a intentar explicárselo, si bien sé que usted ni creerá ni concebirá mi explicación. No la culpo: los hechos son meramente increíbles, llanamente inconcebibles.

Los universos se escinden. Regularmente, los universos se escinden. Usted y yo no vivimos en el mismo universo, si bien, hace años, lo hicimos. No voy a intentar exponer aquí la teoría del multiverso, que conozco mal. Solo le indicaré que uno de sus resultados importantes es que, tras una escisión, los contactos entre los mundos escindidos dejan de ser posibles. Existen, sin embargo, escuelas marginales que sugieren que, en ciertas circunstancias del todo improbables, dos universos paralelos podrían entrar en contacto en los primeros momentos, que se cifran en siglos y, dicen algunos, milenios, de su separación.

Esta carta es una tentativa de demostrar que existe un puente entre nuestros universos. No sé por qué me incumbe a mí escribirle ni a usted ser la destinataria de esta carta y, acaso, quien, responda a ella, estando en su mano el desenlace final de esta investigación. La única explicación que se me ocurre es que estemos actuando dirigidos por nuestros hijos respectivos, desde el futuro. Tal vez estén intentando salvar al mundo o proteger a los chicos que fuimos nosotros, sus padres.

La saluda atentamente,

Esteban Nierenstein.

PS: La teoría del multiverso contiene la afirmación de que todo lo que es posible existe. En uno de los mundos del multiverso, usted escribe en francés para escribir sin miedo. En ese mundo, mi escepticismo es un error y, además, reconozcámoslo, es injusto.

1 Dos mujeres de letras comparten el mismo nombre. Una de ellas es española, la otra argentina y francesa. Esta carta se dirige a la segunda.