Agencia matrimonial.
Las estadísticas sobre las relaciones amorosas son certeras pero también crueles y muy poco favorables a la visión romántica de la pareja. Nos casamos con gente de nuestro medio, que se parece a nosotros hasta en lo genético. Nos conocemos en el trabajo, en la universidad, en las vacaciones o en el barrio. Entre los casos típicos de emparejamiento, tenemos el del profesor y el de la alumna. Menos frecuente pero harto banal sin embargo, es el de la profesora con un alumno aventajado. Quiero dejar aquí constancia de uno de estos casos, que me fue dado conocer. Contar un caso banal es, pensarán los más, ocioso o inútil. Yo creo que no. Yo creo que demasiado a menudo nuestra tendencia a privilegiar lo singular nos lleva a ignorar, embobados y pertinaces, lo común, que, al fin de cuentas, es lo que corresponde a la realidad que nos rodea. En su magnífico Los medios polares, André y Godard nos cuentan cómo tantas veces los investigadores fascinados por la belleza de un bloque calcáreo destruido por el hielo olvidan los cientos de rocas cristalinas intactas que lo rodean y atribuyen a las bajas temperaturas una incidencia que no tienen. Yo pienso que con el amor pasa un poco lo mismo : nuestra fascinación por las historias que salen de lo común oblitera con injusticia los romances banales.
Eric y yo estábamos en el mismo año, en el secundario Faidherbe, de Lille, donde mi familia había recabado gracias a un puesto que unos amigos franceses le habían encontrado a mi padre después de que, habiéndose escapado milagrosamente de la cárcel clandestina donde lo habían secuestrado, su familia lo mandase con mujer e hijos al extranjero. Estábamos en el último año cuando llegó Elise Duret, unos 25 años, profesora de de filosofía. No la voy a describir. Digamos que las populosas hormonas de los chicos de la clase reaccionaron al unísono. Se dice que vemos lo que realmente somos en las miradas de los demás. Yo también en eso disiento de la opinión común. Yo creo que la fascinación que produjo la llegada de aquella joven profesora poco tuvo que ver con su atractivo, innegable, y mucho con las circunstancias, que, se sabe y las estadísticas lo demuestran, generan casi de manera mecánica sentimientos amorosos cuando se conjuga lo institucional y lo hormonal. Elise Duret no era una mujer universalmente irresistible, pero lo fue en aquella clase donde reinó en los corazones de todos los chicos y hasta, me arriesgo a decir, en el de alguna chica. Yo fui la única excepción, el único que escapó al amor conminatorio que nuestras hormonas y las representaciones comunes de nuestra sociedad nos imponían experimentar.
Eric, pasó de ser un alumno reservado y sobrio a participar con vivacidad e inteligencia en las discusiones que Elise Duret había sido formada para suscitar. En aquella época, recuerdo, se ensalzaba el valor pedagógico de la inteligencia colectiva y de la reflexión que surgía del choque vibrante de las mentes. Eso producía una logorrea que, con sincera autosatisfacción, autoridades académicas y profesores tomaban como la prueba fehaciente del insustituible papel desalienador de la escuela. Las hormonas de Eric, o más bien, la incidencia de Elise Ducret, sobre las hormonas de Eric activaban con virulencia su cerebro, que, nada lerdo, producía con ardor enunciados fulgurantes y hueros. El respeto por las aulas y, pensaban los protagonistas, por sí mismos y sus papeles respectivos, tuvieron por efecto durante meses que sublimasen su pasión en intercambios puramente filosóficos. La casualidad sabiamente provocada los volvió a reunir. Y entonces pudieron amarse con gozo, con pasión. Fue una pasión vasta, que iba más allá de dos cuerpos jóvenes que se unen, se funden, se penetran. Cada vez que hacían el amor entraban en la pista los tan traídos y llevados (pero no por ello menos eficaces) mitos del ministerio de la educación nacional, la historia de la escuela republicana que había elevado a dos jóvenes modestos hasta el saber, la razón y la inteligencia. Condorcet, Diderot, Merleau-Ponty y hasta Foucault se metían en la cama. Eric y Elise se miraban fascinados, viendo en el otro la perfecta e ideal realización de sí mismo. Tranquila, serena ante ese otro ella, Elise le abría a Eric sus entrañas sin miedo. Nada cuesta prestarles una sexualidad gloriosa. Los ojos soñadores y cansados de Eric en nuestro primer año de universidad no desmienten nuestra suposición.
Eric y Elise tuvieron hijos muy rápidamente. La impronta de Elise en Eric no parecia disiparse : mi compañero prosiguió unos exitosos estudios de filosofía y sacó las oposiciones de profesor. Cinco años después de su encuentro, los dos jóvenes profesores tenían una vida bien encarrilada en la ciudad de Lille. Los imagino sin dificultad discurriendo sobre epistemología o psicoanálisis, o enseñando las sofisterías de la disertación filosófica a la francesa. Lo que digo no carece de sarcasmo, pero debo reconocer que siempre me gustó conversar con los profesores de filosofía, aunque sólo fuera para abalanzarme con brutalidad sobre sus sistemas.
Yo había abandonado los estudios de filosofía para dedicarme al islandés, llevado por otro mito, el del erudito que lee lenguas ignotas y minoritarias. Quería imitar a Borges. Y en lugar de ponerme humildemente a escribir, busqué la solución más fácil : imitar lo más espectacular del personaje, su estudio del islandés antiguo. Me regodeaba pensando que leería algún día las sagas islandesas. Mi ambición no era menos deleznable o apócrifa que la de mi amigo, éralo incluso más, por minoritaria y pretenciosa.
Me radiqué en Islandia, donde ejercí los empleos más variados, pero siempre ingratos y duros, aunque a veces bien pagados. Proseguí lo que yo llamaba con sorna mi obra, que había iniciado secretamente bajo el magisterio de Elise : combatir vindicativamente las doctrinas de los filósofos, denigrar la universidad, negarle todo interés intelectual para la sociedad y analizarla como una manera organizada de perder el tiempo. Me interesé por el derecho, que me pareció la única manera honorable de utilizar el dinero del contribuyente en la universidad, fuera de las ciencias, por supuesto. El derecho me fascinaba porque me daba la impresión de que su ejercicio podía modificar el mundo. Adquirí cierto dominio del código penal, y poco a poco me las fui arreglando para crear situaciones en las que el encadenamiento de silogismos jurídicos creaba problemas insolubles para el sistema judicial. Teóricamente insolubles, porque en general, los jueces decidían lo que les daba la gana o, más bien, lo que mejor le venía a los poderosos. No quita que así fue como conseguí algún que otro éxito. A raiz de uno de ellos, recibí un mensaje de felicitaciones de Eric. Para entonces, yo, harto de mis miserias financieras, había decidido presentarme a unas oposiciones de profesor de español en Lille. He hablado mucho de mí, pero tenía que hacerlo, aunque fuese rápidamente para explicar nuestro reencuentro.
Nos encontramos los tres, Eric, Elise y yo, en un bar cercano a la hermosa Grande-Place de Lille. Elise había conservado su belleza. Debo confesar que al verla sentí en el estómago el golpe que hubiese debido sentir a los dieciocho años. Conversamos con animación, como viejos amigos, como amigos de infancia : la amistad que siempre nos había unido a Eric y a mí se había transferido a Elise, y los años transcurridos habían reducido a nada nuestra diferencia de edad. Después del “bonjour, madame”, que instalara de nuevo durante unos segundos la relación que había existido entre nosotros años atrás, que había barrido una carcajada, fuimos lo que éramos o lo que se suponía que éramos en aquellos momentos, una pareja y un amigo entrañable.
Pero como aquí de lo que se trata es de describir amores tipos, voy a describir el que hubiera debido unirnos a Elise y a mí, si ella hubiera sabido, si yo lo hubiera aceptado. O el que, de algún modo oculto, que nos hace culpables de una traición a los dos, nos unió.
Nunca le confesé a nadie ser el autor de aquel falso perfil de Facebook que lanzaba polémicos panfletos contra nuestra profesora. Cuando ella, hermosa, joven, laica, vigorosa se lanzaba en una inflamada cruzada contra el creacionismo, yo, en Facebook, recordaba que habíamos visto caer de su cartera, en un descuido, un tubito de homeopatía, y que creer en la homeopatía constituía un atentado mucho mayor contra la inteligencia que creer en el creacionismo pues se había demostrado experimentalmente que la homeopatía no tenía ningún tipo de acción mientras que no se podía hacer lo mismo con el creacionismo, cuya desventaja respecto de la evolución reposaba en su extremada improbabilidad y en los elementos que abundaban en favor de la teoría de Darwin. Cuando Elise defendía a Chomsky, yo, vicioso, recordaba el creacionismo vergonzante que rezumaba su teoría, tan en contradicción con la de la evolución. Si yo hubiese formulado mis observaciones en clase, las obsecuentes piruetas retóricas de Eric hubiesen parecido bien pálidas.
Pero nunca lo hice. En realidad, mi combate contra Elise fue confidencial, totalmente. Ella y nuestros compañeros lo ignoraron totalmente y quienes leyeron mis diatribas podían imaginar a “notre prof de philo” en Marsella, en París o en el lycée français de Buenos Aires.
Elise hubiese debido ver en mi activismo contra sus clases las señas de un joven apasionado, irreverente, inquieto. Ella hubiese visto en mí no lo que ella era en la realidad, sino lo que era profundamente.
Un miércoles por la tarde lluvioso del mes de octubre, nos debimos encontramos por casualidad en un café. Yo le confieso que durante dos años, entre adoración y despecho, había rebatido e invalidado minuciosamente cada línea de su curso. Después, había utilizado la capacidad así adquirida para entrar en debates improbables. Le cuento dos de ellos : el primero tuvo por objeto hacer perder la fe a un religioso titular de no sé que web utlracatólica y medio oculta. Mis argumentos me parecían invencibles, pero fracasé porque el religioso volvía circularmente a sus certidumbres, que yo creía haber destruido pero que volvían a nacer como hidras cada vez más numerosas en su cerebro. En el segundo, yo había intentado convencer a un lingüista que calificaba con desprecio de buenos modales del idioma las reglas del buen francés de que su teoría no era más que los buenos modales del pensamiento que permitían prosperar en las carreras universitarias. Pero no puedo continuar mis demostraciones, Elise me declara algo abruptamente que se tiene que ir. En la tipografía de los amores que estamos intentando establecer, lo que yo hago, hubiese dicho yo, como observador, es desestabilizarla y deslumbrarla con una mezcla de dandismo e inteligencia para no dar más salida a su ansiedad que el enamoramiento. La otra salida, que es la que sin duda, encuentra mi ex profesora, la de irse y de mascullar “pauvre con”. En realidad, no es que mis historias no la interesen, es que mi voluntad de dominación y la traición que conlleva mi comportamiento las anulan a sus ojos. O que, dice el despiadado orgullo que se ha apoderado de mi pobre cerebro, que le tienen miedo a la gran aventura libre de todo prejuicio, espectacular y atormentada, tan romántica en suma, que le propongo.
Lo que Elise entiende, es que el amor institucional, aquél que reposa en similitudes evidentes, en estereotipos que embrutecen a los individuos, tiene la inmensa ventaja sobre el amor desbocado, singular, romántico de proveer un marco en que las relaciones humanas más auténticas a las que podemos aspirar se despliegan y florecen. Las personas que optan por el cultivo intransigente de su racionalidad y que carecen de la inteligencia de dejarse llevar por la corriente dominante son trampas que la vida lanza a los apasionamientos incautos.
Ahora, nuestra lucidez no debe salir de estas cuatro paredes. Lo que nosotros queremos es que se hable de nosotros, de nuestra agencia, no formar parejas felices. Una pareja bien avenida olvida que sale de nuestro algorritmo y, por lo tanto, no se lo contará a nadie. Los que hablan, son los de los enamoramientos espectaculares. A nosotros lo que nos interesa, no lo olvidemos, es que las parejas recurran a nuestros servicios y que después se divorcien. Nuestros clientes tienen que venir una y otra vez hacia nosotros. Deben conservar en su memoria el recuerdo fascinante del primer encuentro y atribuirse a sí mismos la responsabilidad del fracaso.
El principio de nuestro funcionamiento es sencillo: tener una amplia gama de tipos de amor que el cerebro contiene y proponerlos a quienes buscan pareja. Ellos se esfuerzan por ser lo que nosotros les decimos que sean. El problema es que actuando así, corremos el riesgo de crear parejas demasiado estables, que nunca se divorciarían : dos personas vacías, huecas -o llenas de filosofía, lo que viene a ser lo mismo- serían felices idiotas que nunca volverían a recurrir a nuestros servicios. Necesitamos parejas con vida, con conflictos, que tengan un riesgo alto de divorcio Lo que ustedes tienen que hacer, combinando los diferentes tipos de los que vamos a ir hablándoles en este ciclo de formación inicial, es crear parejas con una esperanza de vida de tres años.
Nuestros enemigos, los que luchan contra nuestra empresa, los que quieren salvar, lo digo entre comillas, a los demás para que nosotros no prosperemos, son los que saben todo esto, todo lo que les acabo de decir y que, despreciando nuestro cinismo, aceptan vivir en esta mierda de mundo que tenemos. Yo hubiese podido ser uno de ellos. Si Elise hubiese querido. Mi obstinación y su propia lucidez me han salvado. Gracias a eso estoy aquí, con ustedes, dirigiendo esta agencia, explicándoles todo lo les acabo de explicar.