El pitón
Primero pensé que era una pesadilla.
Al anochecer, había subido a un árbol. Mientras me ataba a una rama que crecía algunos centímetros por encima de la oquedad en la que me había acomodado, miré hacia abajo y pensé en las pesadillas que aquella negrura me enviaría durante la interminable noche. Le pedí a mi cerebro que las ignorara. Le imploré que me dejara dormir.
Conseguí dormir. Al alba, soñé que estaba en una playa; el ruido repetido de las olas me hizo abrir los ojos y miré hacia abajo.
Cerré los ojos y busqué de nuevo hundirme en el sueño, pero el ruido persistió.
El pitón trepaba hacia mí enrollando su cuerpo en el tronco liso del árbol. Tres anillos lanzaban la cabeza hacia arriba y esta, luego, acercaba hacia sí el cuerpo gigantesco y sigiloso, repitiendo metódicamente la operación; una marea de músculos hambrientos era lo que subía hacia mí para engolfarme en sus entrañas.
La daga se hundió sin dificultad en el cráneo del animal; los anillos tardaron algunos minutos en aflojarse. El cuerpo cayó, azotando la tierra húmeda, pero casi sin ruido.
Bajé. Hice fuego. Comí.
El pitón quería matarme, pero me alimentó. Durante un instante, la cabeza en la que se había hundido la daga me pareció maniferstar una forma de sumisión.
Aquel pitón no solo me salvó de morir de hambre, sino que también me curó del insomnio persistente que me había perseguido durante años. Ahora, años después de haber salido de aquella selva, cuando cierro los ojos, no veo más los cuerpos destrozados que quedaron atrás, sino los ojos impávidos de aquella serpiente que supo morir sin ruido bajo la daga de un hombre casi ya sin vida que creía haberlo perdido todo.
Asnorto H., Timburbrou.