Érase una vez un conejo que quería ser grande y fuerte como un buey, así que fue al cielo a ver a Dios para pedirle el favor :
-Dios, yo quiero ser tan grande y fuerte como un buey.
-Está bien conejo, pero con una condición: que me traigas la piel del tigre.
Para sacarse de encima a esos molestos solicitantes que querían modificar Su obra, lo mejor era no entrar en polémicas. Una condición imposible de cumplir era más eficaz que mil palabras.
-De acuerdo, Dios, no hay problema.
Bueno, pensó Dios, un conejo menos, hay demasiados.
El conejo bajó del cielo y fue corriendo a ver al tigre:
-¡Tigre, tigre! ¡Acabo de hablar con Dios! ¡Va a haber un terrible tornado! ¡La única manera de no morir es atarse al árbol más sólido de la jungla!
-¡Por favor, conejo, ayúdame!
Es difícil saber lo que llevó al tigre a implorar la ayuda del conejo. Es posible que el haber visto al conejo bajar del cielo otorgase importancia al pequeño animal y crédito a sus palabras. Pero lo mejor será atribuir el comportamiento del felino al oscurecimiento que la idea de la muerte debió de producir en su de por sí limitado entendimiento.
El conejo subió al lomo del tigre y éste galopó hasta el árbol más sólido de la jungla, donde el conejo ató al tigre, que lo miraba con los ojos humedecidos por el reconocimiento. Esta hermosa piel ya no te sirve para nada, murmuró el conejo antes de arrancársela no sin cierta dificultad.
El conejo se echó la piel al lomo y subió al cielo a ver a Dios.
Como era justo después de comer, Dios estaba durmiendo la siesta, una costumbre bastante frecuente entre la gente de su edad. El conejo dispuso la piel del tigre en un rincón del cielo, al lado de Dios, y se puso a descansar de su agitada jornada mientras mordisqueaba una brizna de hierba y soñaba con el futuro glorioso que lo esperaba. Dios no tardó en despertarse. Se desperezó, se estiró… y, de repente, dando un respingo, se dio cuenta de la presencia del conejo que lo miraba risueño y satisfecho. Dios se levantó algo trabajosamente y se acercó al pequeño animal.
-¿Cómo…, cómo has hecho?
-¡Muy fácil, Dios, muy fácil!, dijo el conejo no sin cierta soberbia.
Dios, se agachó y empezó a rascarle la sedosa y blanca cabeza mientras lo felicitaba: ¡qué conejito inteligente!, ¡qué conejito inteligente!, repetía.
Pero el conejo, de repente, sintió que las caricias habían cesado y que estaba girando a una velocidad inesperada en torno a la cabeza de Dios, que unos segundos después lo soltaba en dirección de la tierra.
Mientras se sacudía las manos, Dios decía en voz alta, una costumbre que había adquirido desde hacía algún tiempo: “Si el conejo, siendo tan pequeño, es capaz de matar al tigre, si se vuelve tan grande y fuerte como un buey, será capaz de matarme a mí!”
Cuenta la leyenda guaraní que el conejo intentó amortiguar el impacto con las patas delanteras y que, desde entonces, todos los conejos de la tierra, tienen las patas de delante más cortas que las de atrás.