“El toque está desatinar sin ocasión y dar a entender
a mi dama que, si en seco esto hago,
¿qué hiciera en mojado?”
Don Quijote.
« Es culpa mía ». La frase de Cristóbal volvía una y otra vez, en medio del ruido de las tazas y de la suave música clásica que habíamos elegido para que me hablase de sus problemas de pareja.
No se había ocupado de ella, quince años de casamiento, se veían sin verse…
Beatriz está residiendo en lo de su madre, Cristóbal está en su casa, con los niños. Yo digo cómo veía las cosas. El tenía miedo de vivir solo y cuando Beatriz le dejó entrever la posibilidad de que se separasen, él empezó a sentir un amor violento y turgente por la mujer con la que había compartido quince años de una vida hecha de costumbres e indiferencia. El hecho de estar casado con Beatriz le había permitido a Cristóbal no tener que ocuparse de la farragosa obligación de amar. Ahora, que se cernía sobre él el riesgo de perder su escudo, ahora que se bosquejaba la posibilidad de tener que mirarse en el espejo algún día reconociendo que él, contrariamente a lo que imponían los buenos usos, nunca había amado con pasión, ahora, pues, había emprendido amar con ahínco a aquella mujer cuyo mérito principal consistía en ser invisible ante sus ojos, en que podía hacerle el amor con desapego sin sentir nada más que el sacudón que recorre el espinazo cuando uno termina. ¿Nunca le había sido él infiel? Lógico, puesto que si estaba con ella era para no tener que ocuparse de amor, de sentimientos, de mujeres.
De ahí el ardiente amor, de ahí las declaraciones que anuncian el suicidio si ella se va. De ahí las conversaciones innúmeras con los amigos, de ahí los insomnios ostensiblemente llevados en ese rostro empalidecido. Amar con pasión durante quince días para no perder la posibilidad de no amar consuetudinariamente durante años, con suerte hasta el final de su existencia…
Durante años, Cristóbal había practicado fondo en el club de atletismo de su ciudad. El veía en ello una de las causas de las dificultades que había tenido su relación con Beatriz. Pero el sufrimiento la había transformado. Hallarse ante el abismo de la soledad lo había llevado a comprender la inanidad de tantos kilómetros recorridos en busca de las endomorfinas mientras en su casa una esposa que lo amaba lo esperaba. ¡Qué imbécil había sido! No, decía yo, ¿cómo imaginar que ni una vez hubiese tenido la tentación de abandonar a su soledad los kilómetros de calles desiertas para volver a su casa y disfrutar una velada con su esposa? ¿Durante quince años no lo había hecho y ahora comprendía que la amaba? Ridículo. Lo que estaba haciendo era inventar un pasado que no le impusiese como lo hacía el pasado verdadero la obligación de reconocer que en realidad él nunca la había amado, que a él no le gustaba amar, que eso lo cansaba demasiado, que a él lo que le gustaba de verdad era coleccionar trenes eléctricos y correr por las calles desiertas. Esas aficiones eran tan dignas como la que consiste en horadar con pasión el cuerpo de una mujer. Lo que él tenía que hacer era dedicarse a lo que realmente le interesaba, el único daño estriba en querer ser alguien que uno no es. Había dos posibilidades: una, seguir con Beatriz, con el estilo de vida que ellos habían tenido durante años, la otra que se separasen, para que él pudiese dedicarse sin refreno a lo que le gustaba de verdad. La vía del amor auténtico, apasionado, había que descartarla como totalmente ajena a su temperamento, a su manera de ser. El, en el fondo, era consciente de todo ello, ¿cómo pensar lo contrario? y, aun cuando no lo quisiese reconocer abiertamente, ni ante sus amigos, ni ante Beatriz ni ante sí mismo, él lo que estaba haciendo era llevar a Beatriz a la situación anterior. Los aspavientos, el hecho de contarle a todo el mundo lo mucho que la amaba, en vez de amarla o de haberla amado durante quince años era una manera aparatosa de obligar al mundo a comportarse como él deseaba que se comportara. En suma, oscuramente, él pensaba que si repetía muchas veces y a muchas personas diferentes hasta qué punto él la amaba eso iba a alcanzar para volver para atrás de nuevo, para garantizarse quince años más de indiferencia, hasta la próxima crisis. El sabía también que vivir solo no era una opción viable. Sabía que el resquemor, la culpa de estar solo, más la mirada desaprobadora de su madre y de la sociedad en general no lo iban a dejar ser feliz. Sabía que iba a tener que salir, que ir a reuniones, a bares hasta que se encontrase una mujer, y que cuando aquello se produjera muchos años iban a ser necesarios para alcanzar un nivel de indiferencia tan perfecto como el que lo unía indefectiblemente a Beatriz.
“Nos queremos”, dice Cristóbal, con un convencimiento voluntarista. Otra vez. Otra vez se ve impelido a saturar el mundo de palabras, como si eso alcanzase para que las cosas sean como el quiere. La verdad es que me da risa. Parece don Quijote. En los libros se dice que el caballero ha de amar, así que él ama. Ama a Dulcinea, casi nunca vista, que se llama, en realidad, Aldonza Lozano. Cristóbal es igual. Ama a Beatriz, nunca entendida. Y lo que hace ahora, que no se ofenda, me recuerda aquel pasaje en que Don Quijote se queda haciendo extravagancias y locuras en medio de sierra morena tras haber dado encargo a Sancho que vaya y cuente a la señora de sus pensamientos lo que se queda haciendo por ella. Cristóbal, con ese hablar hasta por los codos con propios y extraños, lo que quiere es dar existencia a un amor que no existe, que se cree obligado a experimentar ¿Para qué hablar, si no, Cristóbal? Cristóbal habla para eso, está claro. Pero que se fije a quien le habla: lo que hace es una infidelidad, una infidelidad de las que pueden fracturar a la pareja más sólida. En realidad, la única persona a la que hubiera podido hablar de todo esto es a Beatriz, está claro, no a diecisiete mil amigos, ex-novios y familiares. Genial, lo del ex-novio del club de atletismo, genial. Esto es un pueblo. Resulta que el ex-novio de Beatriz es ahora un amigo de Cristóbal. Y ahí, por supuesto, le viene a él la idea genial: ¿Quién mejor que él, amigo sincero de Cristóbal, conocedor íntimo de su cruel y amada enemiga, va a poder entender el problema y ayudarlo? Claro, somos todos personas civilizadas. Podemos hablar con serenidad. Aconsejar a un amigo tan solo preocupados por su bienestar y el de aquélla de quien conservamos un enternecido y amistoso recuerdo. Hay que decir que, ahí, Cristóbal va todavía más lejos, riza el rizo, como se dice. No se trata ya de instalar su amor por la magia de la declaración repetida con una generosidad sin límites, ahora, lo que tenemos es el regodeo impiadoso en la humillación. Ir a contarle al ex-compañero los fracasos amorosos de quien lo sustituyó llenará de orgullo al primero y no tendrá por otro efecto en quien se confiesa que rebajar hasta los suelos la estima de sí que hubiera podido quedarle. Pero yo entiendo lo que hace Cristóbal. El piensa que el mundo no puede ser indefinidamente cruel. Piensa que el destino no puede perseguirlo con un sinfín de desdenes. Piensa que tiene que haber alguna compensación y que tras la heroica humillación ante su adversario algo bueno tendrá que pasar. Y si no pasa, él hará que pase, por supuesto. Le dirá a Beatriz que fue a hablar con su ex-compañero y ella valorará el amor que Cristóbal siente por ella al rasero de las penitencias que él se inflige. No me hagas reír, Cristóbal, que esto es serio. ¿De verdad que pensó eso? Sííí, seguro, le habrá encantado a Beatriz. Seguro. No, qué va a pensar, no se equivocó, para nada. ¿Yo? ¡Pero si hace muchísimo que no la veo!
Cristóbal dice bueno, ya está, no pasó nada. Mirará el reloj. Hora de ir a clase. Un traguito más de café. Y otro de la taza del frente. El mozo, por supuesto, va a preguntarse una vez más porqué ese cliente flaquito pide siempre dos cafés al mismo tiempo, incluso cuando su señora ya se fue. Beatriz, Beatriz, cómo te quiero, todo lo que hago por vos… Si esto hago en seco, cuando todo va bien, imaginate lo que haría sobre mojado, si de verdad no me quisieras.