Alberto Hojman

Con ocasión de la colocación de una baldosa en memoria de Alberto Hojman, detenido desaparecido el 28 de abril de 1976 bajo la dictadura militar argentina.

Quisiera, en primer lugar, agradecer a todos aquellos que han contribuido a la colocación de esta baldosa en homenaje a Alberto. Quisiera que a cada uno de ustedes les llegase mi afecto, mi reconocimiento, mi gratitud, mi profunda gratitud. También voy a pedir disculpas, porque, para hablar de Alberto, voy a tener que hablar de mí y de su presencia constante en mi vida. Yo tenía 9 años cuando lo secuestraron y, desafortunadamente, me quedan muy pocos recuerdos directos de él.

Teníamos que ir a ver un partido con Sergio y con papá. Sergio no vino. Papá nos explicó que era porque Alberto no había vuelto. Yo pregunté, sorprendido, ¿y por eso no viene? Sí, contestó papá.

Meses más tarde, estamos sentados al pie del quiosco, con mamá, en una vereda del barrio, en una calle hoy sin nombre para mí. Estamos buscando en la larga lista de aquellos pasados a disposición del poder ejecutivo el nombre de Alberto. En esas largas columnas de nombres de La Opinión, entre las decenas de nombres aún no leídos, iba a estar el de Alberto, tenía que estar el de Alberto. Empezamos a leer y el mundo se detiene. Hoy, como si todavía tuviese 9 años, como si hubiese sido ayer, vuelvo a ver ese mundo detenido que se cifra en las letras, hace poco aprendidas en la escuela, en esa tinta ansiada a la que le pido que nos devuelva a Alberto. El diario dividido en tres, mamá, Pablo y yo sentados. Graci en el cochecito. A veces lo encuentro, pero es un error. Papá, ya, en España.

En Sevilla, después, buscándolo entre la gente, mirando desde la ventanilla del colectivo escolar, soñando que aparecía, que yo bajaba, que corría hacia él, que lo abrazaba.

Cuando cumplí 19 años. Cuando mis hijos cumplieron 19 años. A veces, cuando me cruzo con alumnos que, calculo, tienen 19 años y que están en su primer año de universidad.

Pero la historia de nuestros desaparecidos, no puede ser solo la historia de su sufrimiento, ni la de la insoportable crueldad de quienes nos los arrancaron o la del dolor que sembraron en nosotros los verdugos. Su historia es también otra, es la historia de la lucha contra la injusticia y por la emancipación del ser humano. Esta historia sigue adelante, nunca termina. Y cada vez que nos incorporamos a esta lucha, volvemos a abrir la historia de Alberto y la de los 30.000 desaparecidos, para darle otro final.

Yo luché durante 7 años contra un arreglo ilegal entre los Estados belga y británico sobre unos controles británicos que se efectúan en Bruselas, en la estación del Sur, donde agarro el tren para ir a trabajar en Lille, en el norte de Francia. El que las policías de dos países se pusieran de acuerdo para violar la legalidad era algo que podía dejar indiferente a muchos viajeros, pero no a un familiar de desaparecido.

Un funcionario británico, exasperado, me pregunta un día: «¿Por qué hace usted todo esto, tiene problemas?». Yo le contesto que es él quien tiene problemas cuando se somete y ejecuta una orden ilegal.

Llega un momento en que los policías belgas se niegan a seguir deteniéndome. Desobedecen, sí, desobedecen. Desobedecen.

Cada vez que me detenían, yo les explicaba que su misión era defender las libertades públicas y que la ley les imponía desobedecer a las órdenes manifiestamente ilegales. Y, al final, en cierto sentido, gano, pero también ganan ellos, los policías. Me cruzo con uno de ellos, que me tiende la mano. Me dice gracias y me felicita: se ha puesto término a una ilegalidad. Le agradezco sus palabras, pero le contesto que, sin ellos, sin su deontología y sus sindicatos, yo no hubiese podido hacer nada.

Los policías me detenían, pero yo salía vivo de la comisaría. El salir vivo de la comisaría, el salir sano y salvo de la comisaría, es algo que hay que conquistar o que, cuando existe, debemos mantener con la lucha. Salir vivos de una comisaría es volver a abrir la historia de Alberto y de nuestros desaparecidos y darle otro final. No piensen, por favor, que equiparo mi minúsculo combate desprovisto de peligro y de heroicidad con los de los desaparecidos. Lo que quiero decir es que es el legado de un desaparecido argentino, el legado de Alberto, lo que ha hecho que hoy, en la lejana Bruselas, haya cesado un arreglo ilegal.

Yo sigo buscando a Alberto. Ya no lo busco en las caras de los transeúntes desde un colectivo escolar, sino en el compromiso político, en mi tarea de docente, en mi actividad sindical. Ustedes también lo buscan. Esta baldosa y las otras 30.000 tienen que ser memoria viva, para que sigamos buscando a los que cayeron no solo en los repliegues de la memoria, sino también en tantos lugares en que, en el mundo de hoy, podemos levantar sus banderas.

Muchas gracias.