El ataque en el que Pedro perdió el brazo izquierdo se produjo el 26 de noviembre de 2009. Volvíamos de una misión que había consistido en identificar un objetivo para que fuera bombardeado desde un dron cuando el vehículo en el que viajaba voló en los aires después de que explotara una de aquellas bombas artesanales que tanto temíamos. Yo perdí el mío un mes después, el 26 de diciembre, durante una patrulla en que fuimos atacados por un grupo de talibanes. A los dos nos implantaron un modelo de prótesis desarrollado secretamente por el Pentágono y los dos efectuamos juntos la rehabilitación. Los peligros compartidos nos habían acercado, nuestras prótesis nos hermanaban : “¿Qué tal, gemelo?”, me decía Miguel, con aquel acento peruano suyo, considerando que del codo izquierdo para abajo éramos gemelos. De hecho, los gemelos éramos diez: la particularidad de nuestras prótesis residía en que podían comunicarse entre sí, así que los diez militares que las llevábamos éramos como aquellos gemelos de los que se dice que se sienten telepáticamente, solo que en nuestro caso no se trataba de una creencia infundada sino de una realidad que hubiéramos podido observar bastante rápido si no hubiésemos estado absorbidos por nuestra propia reeducación, que, para nuestra sorpresa, resultaba terriblemente agotadora, mentalmente agotadora. El principio de la misma era sencillo, no su realización : se trataba de entrenar nuestro cerebro para que enviase impulsos eléctricos apropiados a la prótesis, la cual, debidamente programada, debía realizar los movimientos que deseábamos. Se nos explicó que había dos maneras de conseguirlo. La primera consistía en asociar un pensamiento consciente y un movimiento, nosotros pensábamos en algo y los ingenieros programaban la prótesis para que el impulso eléctrico que se producía fuese interpretado como una orden de efectuar tal o cual desplazamiento. La segunda manera era, nos decían, holista, y consitía en “convencer” a nuestro cerebro de que la prótesis formaba parte de nosotros. Este segundo método era el más eficaz, ya que los pensamientos que alimentaban la prótesis tenían una firma eléctrica muy estable. Por el contrario, las de los pensamientos conscientes eran variables y bastante impredecibles ; se puede llegar al estado mental inherente al pensamiento “debo pensar en coger un vaso” de muchas maneras, mientras que la acción de coger un vaso, no verbalizada, es eléctricamente mucho más sobria. Además, las funciones más elaboradas de la prótesis requerían un mínimo de aceptación por parte del cerebro de los mensajes que la primera le transmitía, y para ello era fundamental que de algún modo, aunque sólo fuera físico, percibiésemos la prótesis como una parte de nosotros.
No puedo tengo muy presentes los diferentes ejercicios a que debimos someternos, pero sí recuerdo las “charlas” que nos daba Peter S., el coronel responsable del programa. Nosotros íbamos a transformarnos en un ser superior y múltiple, un cuerpo inmortal cuya vida se prolongaría más allá que la de nuestro envoltorio corporal, cuya fragilidad conocíamos de sobra. Todo soldado que se enrola hace entrega de su vida a la nación porque siente que, al hacerlo, su ser se integra en otro más vasto, más glorioso, eterno. Nosotros éramos la concretización material -aunque embrionaria- de ese ideal. Quien no haya estado en la guerra sonreirá con desdén, a nosotros, que habíamos rozado la muerte, nuestros cuerpos disminuidos, nuestros miembros ausentes, nos comunicaban las ansias fervientes de vivir más allá de una carne tan vulnerable.
Primero trabajamos en grupos de dos. Nos contábamos nuestras vidas por la tarde, después de aquellas sesiones de entrenamiento mental que tanto nos cansaban. Se trataba de prolongar nuestro ser en el otro por medio de la conversación, de la palabra. Después los cinco grupos se encontraban y el proceso continuaba y se ampliaba. Los diez miembros del proyecto éramos personas sociables y conversábamos con bastante facilidad, no teníamos la impresión de que aquellas veladas formasen parte de un entrenamiento militar. Más ardua, más penosa, fue la continuación. Se trataba de eliminar los pensamientos que pudieran disminuir la coherencia del grupo. Peter S. nos explicaba que el acto de creer algo no era el resultado de un examen atento del mundo, sino una manera de movilizar el cerebro. Un soldado que no cree que nuestro ejército defiende la libertad y el progreso en el mundo es un mal soldado y, además, se sentirá infeliz. Un soldado debe impedir que el ejercicio desconsiderado de la razón lleve a su cerebro a conclusiones erróneas. El ciudadano debe creer que nuestras instituciones son justas y obran rectamente. Uno de los grandes errores de nuestra época consiste en pensar que el cerebro tiene por misión descubrir la “verdad”. Pero la verdad no existe, siempre está cambiando. El cerebro tiene que adaptarse a su entorno, debe forzarse a creer lo que los demás creen, sólo así podrá funcionar eficazmente y procurar a su amo la felicidad a la que aspira. El cerebro es un instrumento que debe permitir fraguar el nuevo ser, el gran ser múltiple del futuro. Debemos controlar nuestro cerebro del mismo modo que controlamos nuestra prótesis si queremos salir adelante. Desconfiar de nuestras instituciones es tan estúpido como intentar convencerse de que la prótesis no es nuestra pierna y después intentar caminar con ella : no funcionará, nos caeremos. Nuestro pasado había de ser como la pierna que habíamos perdido, algo que ya no nos sirve. Ahora, nuestro presente era la guerra, nuestro grupo, el ejército de los Estados Unidos. Cuanto más profundamente creyésemos en la realidad de nuestro entorno más felices nos sentiríamos, mejores soldados seríamos. Había que estar en guardia contra un cerebro que insidiosamente nos proponía esas alucinaciones que son los recuerdos, que se lanzan contra nosotros, contra quienes somos hoy desde un pasado real o imaginario. Pero, cuidado, no se trata de caer en el cinismo, se trata de creer con sinceridad. Hay que suprimir pensamientos y recuerdos ociosos y externalizar los que no pueden suprimirse. La ardilla no se carga de grasa para pasar el invierno, sino que almacena alimentos fuera de sí. Nuestros recuerdos, nuestros pensamientos, si queremos ser soldados ágiles y reactivos, han de estar fuera de nosotros, en el grupo de los diez, en las prótesis, en el ejército de los Estados Unidos. Hay que desconfiar de la lucidez, que conduce al esceptisismo y a la soledad. Creamos lo que creemos todos, demos en ser, busquemos ser, lo que somos.
Volvimos a Afganistán en noviembre del 2011. Nos desplegaron en una amplia zona donde debíamos buscar talibanes. La operación fue un éxito. Cada uno de nosotros veía lo que él veía pero también lo que los demás veían. Nada ni nadie nos podía sorprender. Las imágenes embriagadoras del combate nos unían. Si uno de nosotros caía, otra prótesis, otro cerebro se nos hermanaba, se nos injertaba. Todo lo que no fuese la guerra nos parecía irreal. A veces nos llegaban cartas y teníamos la impresión que nuestros seres queridos, como los llamábamos, nos escribían de algún exoplaneta situado a millones de años luz de la tierra.
Miguel volvió su arma contra nosotros hará unos tres meses, una tarde en que estábamos en el campamento descansando, después de tres días de combate ininterrumpidos. Tres de los diez cayeron, antes de que yo consiguiese abatir a nuestro compañero, que expiró en mis brazos. Ahora estamos integrando a tres nuevos soldados que reemplazan a los caídos.
He oído noticias que anuncian el fin inminente de la guerra ¿Qué será de nosotros si llega ese día aciago? ¿El fin de nuestro ser? ¿Cómo podríamos seguir siendo lo que somos sin el fulgor del combate?
Las noticias se han confirmado. He decidido escribir nuestra historia. Así, nuestro pasado será mi constante presente.
Mis años de lucha me valen una pensión que no calificaré de generosa, pero que alcanza para pagar el alquiler de una modesta cabaña en las montañas de S. Me dedico a recordar. A veces escribo.
Miguel nació en Perú, en el Cusco. Su padre era el hijo ilegítimo de un rico terrateniente católico ferviente y de una sirvienta. Su abuelo intentó ahorcar a su padre cuando éste contaba siete años. Lo salvó la esposa legítima del abuelo, quien le cobró a su mujer su osadía y desobediencia con una azotada feroz que la dejó en cama durante un mes. El padre de Miguel huyó de su casa cuando tenía quince años y llegó tras muchas peripecias a los Estados Unidos, donde murió poco después de engendrar a Miguel en el vientre de una muchacha de Tejas. A los dieciocho años, Miguel intentó infructuosamente recuperar su herencia. Fue a Cusco, donde su familia lo recibió como se lo merecía un bastardo que quería mancillar la reputación de un mayor cargado de honores merecidos. Una noche se produjo un altercado y Miguel mató accidentalmente a un primo suyo. Tuvo que huir. Se refugió en un hato, donde una chica de una comunidad cercana lo descubrió pero no lo denunció. Miguel aprendió algunas palabras de quechua en su compañía. Les nació un hijo. Miguel no podía moverse del hato, se sabía buscado, su familia quería que desapareciera el bastardo, que se vengara la muerte de su primo y contar con un heredero menos. Dos meses después, Miguel consiguió deslizarse entre los bultos que transportaba un camión y llegó a Lima. En enero de 2000 conseguía entrar de nuevo en territorio norteamericano, tras haber viajado evitando grandes estaciones y aeropuertos. Miguel no volvió a ver a su hijo hasta que lo maté. Después de la guerra, yo fui al Perú a vengar a mi amigo. Maté a doce miembros de su familia y disfracé los ajusticiamientos en crímenes cometidos por una banda que decía atacar a personas para extraer su grasa y venderla después a la industria farmacéutica. La historia era grotesca, pero la policía la acogió con felicidad e inteligencia y contribuyó a alimentarla con los muertos de su propia cosecha, que no eran pocos.
Volví a la cabaña, volví a escribir. Pensaba con frecuencia en Achán, la joven que había protegido a Miguel, y en su hijo. Conseguí localizarlas ; les mando una pequeña suma de dinero todos los meses. No saben de donde proviene, supongo que pensarán que Miguel se la envía.
John nació en Virginia. Una infancia intrascendente, norteamericana. Se enroló en el ejército sin razón particular, sin ilusiones, quizás por inercia, quizás por un amor no correspondido que nunca se confesó. Nunca supo que estaba enamorado de Silvia, ahora lo sabe, porque yo lo sé. Me queda poco tiempo para usurpar ese amor. No diré cómo cortejé a Silvia. Ella ignoraba quién era yo, pero yo me dirigí hacia ella con la seguridad de que pasaría lo que tendría que haber pasado hace años y con la gravidez en el pene de un deseo clavado en la adolescencia. John nos observa con la indolencia embrutecida de la droga o con algo similar en sus ojos vidriosos que no puedo identificar. Cuando Silvia me viene a ver, se siente como la amante de un escritor inspirado, ávido de sexo y misántropo. Yo soy lapidario y sombrío, no le miento. Grace es enfermera y cuida de John en un instituto que acoge a ex-combatientes, sin reconocer el rostro que la mira desde el pasado y desde la muerte.
Siete vidas me quedan en las que irrumpir. No cuento la mía, que no importa. Sólo me interesan las que me trajo la guerra.
Un periodista me vino a ver. Investiga una operación en que murieron decenas de civiles después de que un avión alemán bombardeara un objetivo cuyas coordenadas nosotros identificamos. No sé cómo consiguió llegar hasta mí, pero me gusta hablar con él. Quiero que poco a poco descubra el proyecto y que se ponga a trabajar en él.
Esta mañana tengo un sabor amargo en la boca y no consigo recordar con nitidez a mis compañeros, salvo a John. Deben de estar muertos. Yo dormí con Silvia. No debo volver a la cabaña. Pasé a buscar a John y me lo llevé. La abstinencia es terrible para John. La siento casi tanto como él. A medida que se desvanecen los beneficios de la droga, se le acrecientan los celos. Nuestra coexistencia se ha vuelto imposible. Lo abandono, y al día siguiente descubro sin sorpresa su muerte. También sin sorpresa veo que soy el principal sospechoso de las muertes de mis compañeros. Mi prótesis es mi principal enemiga, debo arrancarla, lo que no es difícil, pero algo doloroso. Debo escenificar mi muerte: la policía no cesará de perseguirme hasta que no tenga un cuerpo. Un accidente de coche es lo más sencillo y eficaz. Cargo el coche con tres bidones de gasolina, me queda poco tiempo. Cerca de aquí hay un barranco. He calculado que si lanzo el coche a suficiente velocidad contra la barrera de seguridad ésta cederá y la caída -de más de cien metros- provocará el incendio del coche. Mi cuerpo será irreconocible y siempre persistirá la duda de si el cadáver que encontrarán es realmente el mío. Después podré engolfarme en mis recuerdos y seguir escribiendo. Voy a mandarle una carta a Ari, el periodista, para contárselo todo. Yo pensaba dejar que fuese descubriendo las cosas poco a poco, pero ahora no tengo tiempo. No me creerá, nadie me creerá, pero seguiré escribiendo anónimamente o apócrifamente hasta imponer mi verdad. Le he dado cita a Silvia. Esta noche he de dejar en ella grandes cantidades de esperma.