Días anaranjados.

Todos los jueves los miembros del Club de Marcha de Tlaan nos encontrábamos en el inmenso y arbolado Parque Central de nuestra ciudad.

El sábado 24 de marzo de 2018 no pudimos hacerlo. El aire se había vuelto espeso y a penas dejaba pasar la luz del sol. La jornada fue un interminable crepúsculo naranja y no hubo, aquel año, noche más oscura y cerrada. Tuvimos que quedarnos en nuestras casas, cerradas a cal y canto.

No se trataba de algo inhabitual, ya que los bosques de Hranto, nuestro vecino septentrional, ardían desde hacía decenios. Cundió, empero, el desasosiego cuando los servicios meteorológicos de la ciudad nos informaron que el viento venía del Sur. Esta información, acaso veraz, fue corregida prontamente: el viento soplaba del Norte, el viento venía, como siempre que todo se volvía anaranjado, de Hranto y de sus bosques en llamas. Nos tranquilizamos.

Quizás no todos, quizás no por completo. El sábado 31, a pesar de los vientos huracanados y de los torrentes de agua que se precipitaban sobre la ciudad después de los días anaranjados, y que lo limpiaban todo, se percibía en las conversaciones de los caminantes esa pesadumbre velada que muchos sabíamos descifrar.

El sábado 38, ascendimos a la Roca Estuardo. Desde ella, se divisan los relámpagos que caen sin cesar sobre los incendios de Hranto. El sur estaba despejado. Mientras bajábamos, comenté que una de mis alumnas había llorado con desconsuelo por la pérdida de su cometa, que había fabricado en clase, con una bolsa de plástico y unas cañas ligeras. La había lanzado al cielo desde la Playa del Órdago y una ráfaga violenta había cortado el hilo. Su hermoso dragón se hundió en los zarzales. Los caminantes no oyeron lo que dije o fingieron no hacerlo. Sentí vértigo y náuseas. Me arrepentí de mi audacia, pero era demasiado tarde. La Playa del Órdago queda al sur de Tlaan.

Durante la marcha de vuelta, durante el trayecto en bicicleta hasta mi casa, intenté preparar mi defensa. Primero, debía establecer que no había habido en mí intención de sembrar la duda entre mis compañeros, sino descuido. En segundo lugar, debía reconocer con humildad la falta que dicho descuido constituía. En tercer lugar, debía solicitar una pena apropiada y afirmar que, en el futuro, tendría harto cuidado de no reincidir en él.

El veredicto ha sido clemente: seis meses de trabajo en las ciénagas rojas del sur. Mis amigos han llorado ; mi marido también, a pesar de que su enfado conmigo aún persiste. Conoceré el calor ardiente, pero, sobre todo, el miedo constante de las mutaciones, que se ceban en los presidiarios y que hacen crecer tejidos de seres vivos extintos en sus cuerpos. Los servicios veterinarios cercenan los tejidos que, a veces, llegan a conformar órganos, e intentan ensamblarlos con la esperanza de reconstituir especies cuya extinción pareciera otrora un efecto sin consecuencias del progreso.

Las ciénagas son pools genéticos. En principio, el material genético se inyecta en ratas ; en principio, la labor de los presidiarios es solo extraer el material genético. Sin embargo, cuando surge una mutación en nosotros, se hace todo lo posible para que prospere y no se corta el tejido antes de que haya alcanzado su plena madurez. Yo siempre he sospechado que el objeto del trabajo es exponer a quienes lo ejecutan a mutaciones. No he compartido con nadie mis sospechas, por supuesto. Nunca he visto una rata y siempre he estimado improbable que hubieran sobrevivido tras los Días Ardientes, aquellos días durante los cuales la temperatura subió vertiginosamente y los océanos hirvieron. Se pudieron salvar semillas, se pudieron salvar embriones humanos en las cavernas noruegas, pero ¿cómo concebir que algún ser vivo, con la excepción de las bacterias termófilas de los fondos oceánicos y de las fuentes hirvientes de algunas regiones volcánicas, se haya adaptado a una modificación tan brutal y veloz de su entorno? Las cavernas noruegas permanecieron herméticamente cerradas, estériles, durante años. No había ratas en ellas.

Los robots que educaron a los embriones, que, desde entonces, vienen velando por nosotros y que han instituido el orden legal vigente, fueron también los que encontraron las ciénagas y los que dispusieron cómo habían de explotarse. Antes del cataclismo, se habían estudiado los pools généticos. Se había descubierto que, cuando una bacteria moría, una parte de su material genético permanecía activa y buscaba un ser en el que introducirse para volver a encontrar las condiciones que le permitieran desarrollarse y reproducirse. Las ciénagas rojas son gigantescos pools genéticos aparecidos en las circunstancias particulares de los Días Ardientes, a partir de millones y de millones de animales y plantas muertos que liberaban sus filamentos de material genético en cantidades y condiciones de temperatura y presión nunca antes vistas.

Cuando los primeros hombres de después del desastre empezaron a llegar a las ciénagas rojas, algún filamento ciego « encontró » la manera de entrar en nuestros tejidos, quizás a través de una herida, quizás asociado a un hongo. He dado en pensar que los Robots favorecieron aquel fenómeno e, incluso, que favorecieron alguna forma de autoorganización de los filamentos de las ciénagas que contribuyó a la entrada del ADN paria en nuestros tejidos.

Quienes programaron a los Robots les dieron dos objetivos: restaurar la naturaleza y disciplinar a los humanos descendientes de los embriones salvados. Las ciénagas infunden terror: nadie quiere albergar tejidos foráneos en su cuerpo. El éxito en la reconstitución de animales, repiten, optimistas, los Robots, no es más que una cuestión de tiempo.

Los Robots deben preservar la Humanidad. No todos los tejidos humanos deben emplearse en hacer renacer las formas animales desaparecidas. Las polvaredas provenientes del Sur, esas muchedumbres de genomas fragmentados, dispersos y sedientos que buscan encarnarse, son una amenaza constante. A pesar de su inmenso poder, los Robots no pueden frenar los vientos que vienen del sur. Si los tejidos animales empiezan a prosperar en los humanos de la Ciudad, los Robots perderán su legitimidad y nosotros cesaremos de obedecerlos.

Creo que nuestros antepasados no hubiesen debido actuar cómo lo hicieron, pero no sé si tiene sentido formular este reproche. Sin embargo, habiéndolo hecho, quiero precisar que mi reproche es doble. En primer lugar, reprocho a los humanos de antes que hayan provocado la catástrofe. En segundo lugar, reprocho a quienes programaron a los Robots la manera simplista en que lo hicieron y su desconfianza hacia nosotros, que no podemos corregir las rígidas e inquebrantables resoluciones que nuestros amos toman. Todos sabemos que los sangrientos ensamblajes de los laboratorios no conducen a nada, pero los Robots prosiguen con ciega constancia la única vía que son capaces de explorar.

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Tlaan, tiránica y frágil, desapareció. No así la Humanidad, como lo atestan estas líneas.

En el caos postrero del reino de los Robots, hubo humanos como Olga, la autora de las líneas precedentes, que huyeron hacia el Norte. Se internaron en las selvas, que los protegieron de los polvos anaranjados de genes extintos. Con el correr de los siglos, los genes se estabilizaron, dotándose de los envoltorios carnales que llamamos animales. Las ciénagas rojas desaparecieron, se secaron. Han sido recubiertas por capas sedimentarias. El poder autoorganizador de los genes duerme en ellas y todos sabemos que despertarlo extrayendo la materia orgánica que reposa en el subsuelo conduce a imprevisibles catástrofes. Los incendios de Hranto cesaron hace mucho y, poco a poco, la Humanidad se aventura hacia el Sur.

Los caminantes evitan la ciudad de los Robots. Hay quien piensa que el caos y el derrumbamiento final de la urbe estaba escrito y que el segundo de los reproches de Olga es injustificado. El primero perdura, aún hoy.