Aldoro Baldajo aceptó trabajar para la empresa.
Así se llamaba en Xuanala a la compañía minera que envenenaba con su polvo rojizo aguas, plantas, animales y gentes.
Antes de colaborar con la mina, Aldoro se había puesto al servicio de narcotraficantes, pero, con la legalización, la actividad de estos había disminuido.
El trabajo de Aldoro consistía en convencer a los más recalcitrantes de que actuasen en acuerdo con los intereses de la empresa. Aldoro no entendía a sus clientes, como los designaba su jefe. La compañía daba regalos, organizaba partidos de fútbol, proponía trabajo.
Algunos se enfermaban, aunque eran pocos y sus dolencias se aliviaban gracias al ambulatorio puesto a su disposición por la empresa. Había habido muertes sospechosas, pero no hay nada peor que morirse de hambre. Nadie se moría de hambre desde la llegada de la empresa, repetían a diario las autoridades. Por eso, la mayor parte de la gente estaba contenta con su presencia.
A Aldoro le gustaba su arma y el celular que le habían dado, con esa batería que aguantaba todo el día sin vaciarse.
El caso de Juliano era diferente. Su hija tenía una grave dolencia respiratoria. La empresa le dio dinero para el tratamiento y él hizo aquel vídeo en favor de la empresa. Nadie se lo reprochó, como tampoco nadie le reprochó que dijese falsamente que él nunca había firmado la petición para que las autoridades se interesasen por la mancha roja y que aceptase declarar ante el juez que los peticionarios habían usurpado su firma.
Hubo otros que, sin necesidad imperiosa, aceptaron los regalos de la empresa y la adecuación a sus intereses que implicaban. Pero, a decir verdad, la miseria era tan grande y el estado de salud de las gentes estaba tan degradado que, probablemente, no hubiese nadie en la zona que no se encontrase en un estado de necesidad imperiosa.
Tal era el caso, por supuesto, de los clientes de Aldoro.
Algunos de estos habían perdido a uno o varios seres queridos y no les quedaba nadie por quien vivir. Lo habían perdido todo y no querían irse de este mundo sin haberle hecho un poquito de daño a la compañía.
Otros se aferraban a la tierra. No querían dejar la tierra de sus antepasados y aspiraban a legársela, sana y salva a sus hijos.
Aldoro no sabía si tenía hijos y tampoco si tenía padres. Un capitán lo había recogido después de entrar a sangre y fuego en el poblado donde había nacido. Aldoro se había criado en el regimiento, convirtiéndose en una especie de mascota humana. Es dable pensar que sufrió maltrato.
A los 14 años, Aldoro se había ido para empezar a trabajar con los narcotraficantes.
Una mañana, después de una noche degradante que tuvo que pasar despierto a causa de un cliente que no quería hablar, Aldoro se internó en la selva y no se lo volvió a ver. Algunos dijeron que, antes de desaparecer, se había arrodillado en la orilla del lago para lavarse las manos y que se había quedado como petrificado mirando las aguas rojas o, tal vez, su reflejo en ellas.