Del taller de escritura de Timburbrou.
Cuando, volviendo del largo desmayo que le causara el golpe, el conejo abrió los ojos, vio que se hallaba en un paisaje de serranías y castaños. El tiempo era caluroso. Las orejas le escocían y sentía la sangre batiéndole las cienes; la sed le apretaba la garganta. Dolorido, consiguió andar unos pasos. Sintió un soplo de aire fresco y oyó un murmullo que no diremos celestial, pero sí deleitoso: una fuente clara le ofrecía sus fríos cristales. El conejo bebió, se retiró bajo unos matorrales y cayó en profundo sueño.
Unos aullidos lastimeros y como apagados lo despertaron. Junto a la fuente, un cachorro de lobo se quejaba de que lo maltrataban todos los corderos.
—Lobo, lobito, dijo muy quedo el conejo. Yo te puedo ayudar…
El lobo, ya iba a huir, con el rabo entre las patas, pero el conejo insistió:
—Nada temas, lobito, nada temas. No soy más que un humilde conejo. Pero tengo la solución a todos tus problemas. He recibido de Dios el poder de conferirte una fuerza excepcional, mucho mayor que la de todos los corderos de la tierrra y hasta superior a la del más fuerte de los tigres. Acércate.
—¿Más fuerte que los corderos? Eso no puede ser…
—Acércate, amigo.
Y el conejo convenció al lobito de que si hacía todo lo que le decía, se volvería grande y fuerte, mucho más que todos los corderos que lo maltrataban.
—Pero recuerda, concluyó el conejo, no te alejes nunca de mí. La fuerza que adquirirás provendrá de mí. Debes hacer siempre lo que yo te diga. Si me desobedeces, la perderás.
El lobito creció y se convirtió en un vistoso ejemplar. Los pastores no sabían cómo proteger a sus rebaños de un individuo que los diezmaba con una mezcla imparable de vigor, astucia y audacia. El conejo y el lobito cenaban cordero asado todas las noches.
Pero, como pronto lo veremos, el lobito tenía ambiciones que iban más allá de una buena cena. Una mañana de mayo, Conejo, puso rumbo al norte, seguido como una sombre por su fiel Lobo. No sé bien cómo, habiendo corrompido sin duda a alguna autoridad local, ambos disponían ahora de documentos de identidad españoles, apellidándose el primero Conejo, y el segundo Lobo. Eran Juan Conejo y Pedro Lobo.