En la región altanateca de Xuanala existe un hermoso lago en cuyas márgenes habitan numerosas comunidades indígenas que practican la pesca para completar la magra producción de sus tierras.
Desde hace algunos años, una multinacional controlada por oligarcas rusos, Blastro, explota el cromo y el níquel en una mina a cielo abierto que linda con el lago. La instalación de la empresa se recibió en términos favorables por una parte importante de la población, si bien no fueron pocos los que vieron con recelo aparecer los enormes cráteres a que daba lugar la excavación incesante de la tierra para extraer de ella los metales arriba mencionados.
Durante el muy lluvioso mes de marzo de 2038, en la mañana del día 26, para ser más precisos, el lago amaneció habiendo cambiado de color. Sus aguas habían perdido su característico color verdoso para cobrar un tono rojo que detuvo a los alumnos rumbo a sus escuelas, dejó amarrados los barcos a los muelles y sin habla a los mayores, que nunca habían visto nada igual.
Al cabo de algunos días, las aguas habían recuperado su color habitual. Sin embargo, cuando las lluvias eran intensas, volvían a teñirse de rojo. El desasosiego inicial fue atenuándose con la repetición de un fenómeno que, aunque espectacular e inquietante, no parecía tener efectos para la vida de las comunidades.
Diez años más tarde, en marzo de 2048, Juan Katochi, uno de los miembros de la comunidad, recogió una muestra de agua y otra del cieno que cubría el fondo del lago y se las transmitió a Jean-François Delberg, un entomólogo francés que vivía en la capital del Estado y con quien había trabado amistad en condiciones que no es necesario precisar por el momento. El francés remitió las muestras recibidas a su país y la respuesta no tardó en llegar: si bien la muestra de agua no presentaba anormalidades dignas de interés, la del cieno presentaba una concentración de cromo y níquel 30 veces superior a lo que podía preverse dadas las características geológicas de la región y 15 veces superior al nivel de toxicidad al que, en Europa, se hubiese prohibido tanto la explotación de los recursos del lago como el hecho de bañarse en él a fines recreativos. Otra muestra de agua, recogida después de unas lluvias arrojó resultados no por temidos menos previsibles: el cromo y el níquel aún no se habían hundido para mezclarse con el cieno.
Juan Katochi entendió o sospechó que aquellas concentraciones anormales provenían de la mina y que las deformidades de los niños, que aumentaban desde hacía unos años se fraguaban, en las aguas rojizas o en el pescado que, cuando escaseaba, se reservaba a las mujeres encintas.
En la orilla opuesta del lago, una mujer, Anasta Andala, maestra, había llegado a la misma conclusión que Juan Katochi, por medios que desconocemos. Anasta Andala fue encontrada una mañana flotando en el lago. Su cuerpo menudo había sido atormentado. Las autoridades investigaron los hechos, no dieron con el asesino y, para preservar su reputación de eficacia, imputaron el crimen a un inocente, Ordo Jalote, que aún no ha terminado de cumplir su condena. Anasta Andala había conseguido suscitar una incipiente movilización para exigir transparencia por parte de la compañía minera.
Blastro respondió a los alegatos en su contra atribuyendo el color rojizo de las aguas a un alga cuyo desarrollo imputaba a los desechos que, según la empresa, los agricultores vertían en los cursos de agua que desembocaban en el lago. La compañía no explicaba por qué el color rojo se intensificaba en las cercanías del desagüe de la mina y tampoco por qué motivo el alga aparecía en proporciones insignificantes en las aguas del lago.
Juan Katochi era un ser solitario y taciturno. Su manera de actuar no podía ser la de Anasta Andala. Juan Katochi pidió trabajó en la mina. Desbarató una acción contra la mina que él mismo había urdido y se ganó la confianza de sus jefes. Juan Katochi logró hacerse con unos mensajes intercambiados entre los responsables de la explotación. La publicación de los mismos ponía de manifiesto de manera palmaria que la compañía sabía desde los inicios de la explotación que el color rojo que adquiría el lago se debía a que las lluvias torrenciales lavaban las tierras removidas y depositaba en el lago grandes cantidades de los dos metales.
Juan Katochi también fue asesinado. Pero antes de morir, tuvo tiempo de hacer llegar los papeles a su amigo francés, quien los transmitió sin tardanza a la prensa y abandonó el país. Los papeles y la noticia de la muerte de Juan Kardochi le llegaron a Delberg el mismo día.