Durante años, Santiago Nardo fue el cronista confidencial, casi secreto, de nuestra villa. Su emisión de radio, difundida por Internet, tenía algunos distraídos oyentes cuyo escaso número nadie se preocupó nunca por acrecentar. Por un apego extraño a la lengua de su infancia, que, me consta, él manejaba con mucha mayor dificultad que el francés, SN siempre se negó a hacer de nuestro idioma el de sus programas y crónicas. El resultado fue que sus muy contados oyentes se situaban en América Latina. Lo que los atraía era el exotismo desfasado de una municipalidad de la periferia de Bruselas que cuenta con residentes de 154 nacionalidades, que es la más pobre de Bélgica y que, con justicia o sin ella, nunca aparece en la guías de turismo ni en los manuales de literatura. Curiosamente, SN siempre despreció la cultura “underground” de la mayoría de sus oyentes, insignificante a sus ojos. Sólo le interesaba lo masivo, lo dominante, lo “mainstream”. SN nunca contestaba a las cartas o mensajes que recibía, pero charlaba con placer y timidez con la panadera o el frutero de la calle Verbist. La importante colonia latinoamericana de nuestro barrio, por su lado, nunca mostró interés por el trabajo de nuestro conciudadano. SN no se sentía dolido por ello ; le parecía, antes bien, normal y sano : para él mismo su trabajo adolecía de inautenticidad por los dos lados. La suya no era una radio latinoamericana y para conservar el contacto con el país más valía consultar los medios de los países de origen. Por el otro lado, su radio tampoco era belga o bruselina y, si de lo que se trataba era de insertarse o integrarse en la sociedad de acogida, los medios de comunicación de nuestro país eran los más apropiados. De no haber evolucionado sus trabajos y su obra -por llamarla así- en la manera en que lo hizo, nosotros compartiríamos esa opinión. De hecho, su insignificancia es, en sí, una realidad objetiva. Sólo el curso imprevisible de unos acontecimientos ajenos a la voluntad del autor o a su simple conciencia justifican el que hoy estemos hablando de él o que publiquemos y comentemos unas crónicas que en puridad merecen el olvido en que dormían, el olvido del que nunca hubiese yo debido permitir que despertaran.
Las crónicas de Santiago Nardo mezclaban la realidad y la ficción. La confidencialidad de su difusión así como el hecho de no afirmar nunca su veracidad alcanzaban a su entender para descartar los reproches morales que se le hubiesen podido formular.