Nos redujeron el presupuesto.
La frase volvía año tras año, se había apoderado de nuestro jefe y con la regularidad de una eclosión vegetal le brotaba de los labios (es un decir, las instrucciones nos llegaban por fax) todas las primaveras después de que se votaban los presupuestos. El problema era que nunca el gobierno o la realidad tuvieron a bien desmentirla, así que la frase seguía ahí indiferente y próspera, mientras que a nosotros, eso sí, nos bajaban los presupuestos. Al final sólo nos quedaba un observador participante.
Yo creo que en la buena época debíamos de tener unos cincuenta. Los mandábamos a todos lados, a Africa, a Oceanía, a Asia…, hasta nos dimos el gusto de mandar a algunos a los países desarrollados : Francia, Estados Unidos, Bélgica. No es fácil preparar a un observador participante, se requiere un trabajo cuidadoso y sutil. Hay que conseguir que el individuo alcance un estado cognitivo particular mediante el cual se integra en la sociedad en que vive, consigue ver su funcionamiento con los ojos de quienes la conforman y, al mismo tiempo, conserva un distanciamiento que no anula la lucidez y el rigor con que debe redactar el informe final, “EL INFORME”, como decimos entre nosotros.
Ahora, cuidado, no hay que confundirnos con toda una serie de escuelas de pseudoantropología que han abandonado la ciencia para evolucionar hacia rituales sectarios que deben analizarse como métodos para impresionar al ignorante y rendir pleitesía a las autoridades universitarias dominantes. Ellos declaran que son observadores participantes y que sólo ellos lo son. Que ellos consiguen estar al mismo tiempo dentro y fuera de las sociedades o grupos estudiados y que nadie más puede hacerlo, ni los periodistas, ni los escritores, ni tampoco los miembros de la sociedad estudiada. Pero el problema es que se contentan con afirmar que ellos son los únicos observadores participantes, sin explicarnos cómo llegan a serlo : pareciera que la única manera es haber estudiado a los mentores de la disciplina… que esencialmente proponen el modelo del observador participante diciendo que sólo ellos y sus discípulos pueden ponerlo en obra. Al final, más que lo que se escribe, parece importar quién lo escribe.
Yo recuerdo el caso de uno de nuestros muchachos, un norteamericano joven, inteligente, vigoroso e ingenuamente protestante antes de descubrir México. A pesar de ser un estudiante aventajado de una prestigiosa universidad de su país había conseguido escribir un trabajo brillante, sutil y sabio sobre una comunidad indígena de Chiapas, una región muy pobre del sur de México. Todo iba de perlas y ya se anunciaba a Peter una brillante carrera universitaria, cuando una chica de su universidad, que había trabajado en la misma comunidad después que él, lo denunció ante el decano diciendo que Peter había vulnerado las reglas de la observación participante, que prohíben las relaciones íntimas con los miembros de la comunidad observada. En efecto, Peter había tenido un romance apasionado con la maestra de la comunidad, lo que le había procurado una multitud de datos e informaciones que su colega, rígida seguidora de los preceptos universitarios, se afanaba por reunir en laboriosas entrevistas a las que los aldeanos se prestaban con una malagana creciente. Peter no negó los hechos. Agregó no sin frialdad, no sin desprecio, que, además, antes de conocer a la maestra, se había acostado con la joven mujer del general que aterrorizaba la región. No se humilló, no imploró la indulgencia del jurado que procedía a la revisión de un trabajo que había merecido la mención cum laude en su momento. El jurado de antropólogos, acaso recordando con emocionada añoranza algún desliz de juventud, tal vez sexualmente excitado, quizás también presa de la inquietud mezquina de contar con un compañero tan ambicioso y talentoso, cumplió con su deber y Peter se encontró sin beca, con una tesis certera e impublicable y dolorosamente aguijoneado por la comprensión fastuosa de la vida chiapaneca que había alcanzado gracias al amor y al sexo.
Si nosotros pudimos acoger a Peter, fue porque muy rápidamente entendimos que la movilización del cerebro puede obtenerse por métodos muy variados y que el éxito de las rígidas reglas de la antropología dominante más tenían que ver con la atracción que ejercía su simplicidad que con una improbable eficacia. Entendíamos también, y nos extrañaba que los demás no lo hiciesen, que las tesis de Maikowski se entendían en el marco contingente de su enunciación como una lucha de poder contra otros antropólogos, no como algo que había que tomar en serio. Pero además de las consideraciones teóricas, que alcanzaban para anular los ukaces de la antropología establecida, estaba el insondable aburrimiento que supuraba de los trabajos que se publicaban bajo sus auspicios. No tenían, no tienen, ni el delicioso aroma entomológico de la literatura anterior, la de los exploradores y militares, ni su pretensión de objetividad impersonal ; pero tampoco el encanto del relato de quien vive a fondo y con autenticidad hasta ser el otro. Llegamos a una doble conclusión fulminante : primero, la antropología dominante reposa en afirmaciones gratuitas carentes de bases cognitivas serias y, segundo, no produce ningún resultado interesante. Con felicidad, denominamos a nuestro enfoque Enunciado de la Doble Vacuidad : vacuidad ontológica, la primera, y vacuidad epistemológica, la segunda.
Nosotros, desde el principio, decidimos sacarnos las ojeras. Lo que cuenta es el resultado : si la tesis de Peter es buena, poco importa que se haya fraguado entre gemidos de placer. El cerebro de Peter alcanzó una lucidez asombrosa, eso es lo importante, no que sus ideas se hayan entrelazado primigeniamente con el goce sexual. Entendimos que había que ser pragmático. Ahora intentaré ser, asimismo, concreto. Creo que se percibirá mejor lo que tengo que decir si me refiero a la experiencia concreta de nuestros muchachos.
Después de su ominosa expulsión de la universidad, Peter se dedicó a estudiar el medio de la prostitución llegando incluso a ejercerla en algunas oportunidades en tanto que observador participante. Quizás con algo de irrisión hacia sí mismo y hacia aquellos maestros que lo habían excluido, Peter encarnaba histriónicamente el papel que le habían asignado. Llegó a publicar algunos artículos en revistas menores y transmitió valiosa información al FBI, lo que permitió a la agencia federal desmantelar una red de prostitución que empleaba a menores. Intentó también trabajar para los servicios cubanos. Les propuso una operación destinada a impedir que cayese en el olvido la operación organizada por la CIA para financiar a la contra introduciendo droga en Estados Unidos. Se trataba de suscitar colaboraciones entre escuelas cubanas y norteamericanas para que, juntas, estudiasen el tema a través de intercambios por Internet. Los cubanos desestimaron trabajar con él, algunos pensaron paranoicamente que se trataba de una trampa, otros, que si no lo era más valía de todas maneras dejarlo trabajar solo. Fue a partir de aquello como lo conocimos, a través de un ex-montonero que se desempeñó infiltrado durante algún tiempo en Cuba, informando a los servicios secretos de los militares y que luego volvió a Buenos Aires donde intentó reanudar con su profesión de antropólogo. Digamos desde ya que nosotros nunca nos hemos metido en política, durante la dictadura no hicimos nada. Pero siempre hemos sido tolerantes. Ahora pensábamos que no había razón de desdeñar los datos que nos traía un antropólogo, aun cuando tuviese un pasado turbio.
Cuando Peter empezó a colaborar con nosotros estábamos enfrascados en un proyecto fuertemente influido por las neurociencias y el cognitivismo. Se trataba de investigar el aprendizaje de idiomas extranjeros por adultos. El enfoque era más aplicado que teórico : buscábamos métodos eficaces de enseñanza. Partíamos del hecho de que la solidez de un conocimiento depende de la conexión del circuito neuronal que lo alberga con otras redes neuronales (Changeux). Cuanto más numerosos son los caminos para acceder a un conocimiento más larga es su vida y más fácil acceder a él. Estos dos puntos son capitales en el aprendizaje de un idioma : no olvidar lo que se aprende y ser capaz de movilizar lo aprendido en lo breve del tiempo de que se dispone para proferir una frase en una situación de comunicación oral. Un medio apropiado, en este enfoque, parece ser el utilizar las emociones, que movilizan cantidades muy importantes de neuronas. Nuestra hipótesis inicial fue que había que asociar estructuras lingüísticas y emociones intensas. Los tres estados en que se produce una movilización excepcionalmente importante de neuronas son el éxtasis religioso, el orgasmo y el estornudo. Peter, amén del inglés, dominaba a la perfección el portugués de Brasil ; sus temas de investigación lo designaban indiscutiblemente como la persona ideal para hacerse cargo del programa basado en el segundo de los tres estados mencionados, que había de tomar el nombre de ELSA, Enseñanza Lingüística Sentimentalmente Asistida. No ha de sorprender el “sentimentalmente”. El empleo del término no provenía del temor del escándalo que hubiere podido suscitar el empleo del adverbio “orgásmicamente”, ni de un prurito pueril que nos hubiere impuesto descartar una palabra ausente del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. No. El hecho de referirse a los sentimientos proviene de una reflexión teórica que habíamos iniciado antes de lanzar la iniciativa. Estaba claro que aun cuando el orgasmo se produjese, lo que nunca estaba garantizado, el tiempo corto del mismo entraba en contradicción con el tiempo largo de la adquisición lingüística. Además, la intensidad vertiginosa del momento, el uso totalitario que hace aquella sensación del cerebro, parecía excluir que se pudiese agregar a este último algo más mientras en él el goce impera. Con mayor sutileza, lo que a nosotros nos interesaba era ver el orgasmo como principio ordenador de lo que lo precede. Había que articular la enseñanza con la perspectiva gloriosa y radiante con que él subyuga a la conciencia, inyectar estructuras lingüísticas en los infinitos meandros de un cerebro que se prepara anhelosamente a gozar. Teníamos pues dos posibilidades. O bien renovábamos el semantismo de la palabra “orgasmo” haciéndola extensiva a todos los instantes de la vida que lo acotan, es decir, que lo preceden y le suceden, con lo cual el orgasmo lato sensu viene a saturar la vida, o bien, llamábamos sentimiento al espacio comprendido entre dos orgasmos stricto sensu, incluyendo en ellos por asimilación los momentos en que con ahínco, aun cuando infructuosamente, se busca el ordenamiento neuronal que lo caracteriza. Como se ve, optamos por la segunda solución, no, una vez más por timoratos, sino porque la audacia verbal nos parecía, en este caso, albergar el peligro de producir una molesta dispersión en una tarea que ya de por sí era bastante complicada. Preferimos pues someternos al empleo clásico de lo sentimental como el ordenamiento neuronal progresivo que tiene por meta el orgasmo.
Dado que parecía muy complejo realizar en condiciones satisfactorias nuestra investigación en el marco de las escuelas existentes, nos vimos ante la necesidad de crear nuestra propia institución, la Escuela Cognitiva Avanzada Feminista de Enseñanza de Idiomas Françoise Heredia (ECAFEIFH). El método de estudio asociaba clases a distancia y reuniones sorpresivas en que Peter se encontraba con las señoras que se habían inscripto, solas o en grupo en diferentes lugares. Los principios fueron laboriosos. Tuvimos problemas jurídicos. El menor de ellos fue un juicio que nos hizo Françoise Heredia por el empleo sin autorización de su nombre ¡y nosotros que pensábamos que se iba a sentir halagada de que hubiésemos pensado en ella! Bueno, digámoslo sin ambages, en términos estrictamente cognitivos, el proyecto fue un fracaso. Pasado un momento de euforia inicial, muy pocas alumnas proseguían la formación y aun menos volvían a inscribirse. Las pocas que quedaban eran personas muy solas que buscaban sobre todo una compañía o señoras con gustos algo insólitos. En ambos casos, lo que les interesaba era Peter en tanto que hombre, no como profesor, y en realidad no hacían esfuerzo alguno por aprender el inglés o el portugués y nunca lo aprendieron. Tuvimos que aceptar nuestra ingenuidad y reconocer que nos encontrábamos ante algo que Peter había descrito muy bien en sus trabajos anteriores : para nuestras clientas, la ESA era una ficción que les permitía ocultarse a sí mismas el hecho de que recurrían a los servicios pagos de un hombre, fingiendo que lo que hacían era aprender inglés y portugués. Nuestro “éxito”, por llamarlo así, estribaba en que nos hacíamos cargo de manera creíble y convincente de la ficción, lo que en los medios de la prostitución propiamente dicha o bien tenía que ser asumido por el cliente, o bien se ponía en obra de manera tan tosca que de hecho sólo era eficaz si el cliente, como decía Wilde refiriéndose a la lectura, aceptaba suspender momentáneamente su incredulidad. Decidimos pues proseguir con el programa pero dándole otra orientación. Lo prioritario, hay que reconocerlo, era que no se secase una fuente de ingresos que nos permitía financiar otras investigaciones. Pero entendimos también que no podíamos sin desdoro dedicarnos a una actividad meramente comercial. Sin embargo, más allá de la cuestión deontológica, era evidente que el tema mismo merecía ser estudiado. Peter, que conocía muy bien la literatura antropológica al respecto, nos decía que nunca había leído nada sobre una casa de lenocinio como la nuestra. ¡Sin darnos cuenta y animados únicamente por la sed de saber habíamos creado un objeto singular que merecía a todas luces ser estudiado cuidadosamente! Quizás con cierto desdén descartamos las objeciones de Pedro, un joven en prácticas entre nosotros, que pretendía que no podíamos inventar algo y después estudiarlo como si tuviera una existencia propia. Pero como entendíamos que nuestro deber para con él, que trabajaba gratis, era formarlo, le pedimos que releyera a Piaget, en particular Jean Piaget, Psychologie et épistémologie, Paris, Denoël, 1970, p. 85. , donde dice : « on ne connaît un objet qu’en agissant sur lui et en le transformant ». Le explicamos que actuar sobre un objeto no excluía el crearlo. Además, el hecho de haber creado algo no nos descalificaba para analizarlo. Siguiendo su absurdo razonamiento, un escritor no podría hablar de su obra ni el antropólogo que se gana la vida haciendo ravioles reflexionar sobre su experiencia. En qué quedaba la noción de observador participante? No fue difícil convencerlo, nuestro joven amigo, de extracción modesta, se ganaba la vida de camionero y, justamente, redactaba una tesis sobre las relaciones de solidaridad entre los que ejercían aquella profesión.
Tras haber procedido al análisis que acabo de mencionar, pudimos dejar de lado la reflexión propiamente lingüística y dedicarnos de lleno al nuevo proyecto. Ya no teníamos que esforzarnos por enseñar, alcanzaba con fingir convincentemente que lo hacíamos. Es mucho más fácil. No pueden saber hasta que punto es difícil enseñar de verdad. Es una actividad que moviliza dolorosamente todo un ser, que puede llegar a absorberlo por entero. La mayoría de los docentes sobrevive porque no enseña sino que finge enseñar. Nosotros, ni que decir tiene, nos habíamos lanzado en el proyecto con una pasión que empezaba a desgastarnos. Nos sentimos liberados, fue una época intensamente creativa. Extendimos nuestras ficciones a numerosas otras actividades. Podíamos movilizar para nuestras clientas escenarios variados. Ellas podían hacer el amor con Peter o con otros colaboradores no sólo para aprender un idioma, sino para estudiar la mecánica cuántica, mantenerse en buena forma física, o apreciar la música cuyas armonías se perciben con una profundidad singular si al mismo tiempo que uno se expone a ellas recibe cierto tipo de estimulación sensorial. El mundo era nuestro escenario, y en él desplegábamos una dramaturgia vertiginosa que nos exaltaba. Además, estábamos llevando a cabo una reflexión antropológica de envergadura sobre nuestra nueva actividad. No sólo eso, habíamos conseguido hacer de nuestro fracaso inicial en antropología aplicada una atalaya de donde otear críticamente algunas afirmaciones simplistas de la neurobiología.
Nuestro proyecto, se recordará, había tenido por punto de partida una afirmación del neurobiólogo francés Jean-Pierre Changeux según la cual la persistencia de una información es proporcional a las conexiones neuronales del circuito que la sustenta con otros circuitos. Esta afirmación nos había inducido en error. Si conseguíamos saber porqué podríamos transformar un resultado negativo en uno positivo, que permitiría sin duda reforzar la teoría mejorando su descripción del mundo real. Naturalmente, excluimos de entrada que el problema proviniese de nuestra lectura, no del texto : el ejercicio masoquista de la autoflagelación quizás produzca santos, no artículos publicables en revistas científicas. Llegamos a la conclusión de que lo que podía ser válido en el caso de un recuerdo único no lo era forzosamente cuando se estaba ante un conjunto de normas complejas como un idioma. Se produce lo que nosotros llamamos “saturación emocional”, situación en que una masa desarticulada de recuerdos intensos asaltan torrencialmente la conciencia y la doblegan, haciéndole imposible a esta última utilizar lo que no podrá ser visto como conocimiento. Lo ilustrábamos con la práctica de la sociedad islandesa que, en una época en que no era muy ducha en la tecnología de la escritura, tenía por costumbre mutilar esclavos para que éstos recordasen vívidamente ciertas sentencias judiciales importantes. La cantidad de cosas que puede imprimirse en un cuerpo a través de mutilaciones es limitada. Un cerebro es, qué duda cabe, algo mucho más complejo que un cuerpo y cuenta con un número infinito de páginas en que se puede imprimir el saber, pero la analogía es pertinente, porque la disponibilidad emocional de un cerebro, en oposición a los innúmeros meandros de su materia gris, es limitada. Pedro, el muchacho que, como se recordará, estaba en prácticas con nosotros, objetó que nuestra nueva posición parecía teóricamente plausible, pero que la única manera de verificar su solidez era someterla a la experiencia. Nos dijo que había leído que las torturas a las que los norteamericanos sometían a sus prisioneros no producían ningún tipo de información interesante y sugirió que hablásemos con la CIA para que, ya que ellos torturaban y pensaban seguir haciéndolo, que por lo menos su trabajo sirviese para hacer avanzar la ciencia. Se les podría proponer que en lugar de hacer preguntas absurdas sobre el paradero de un Ben-Laden, que los torturasen para enseñarles inglés. Luego se podrían comparar los resultados con un grupo de prisioneros de características similares al que se le enseñaría el idioma de Shakespeare con métodos tradicionales. Esta vez le permitimos a Pedro exponer su argumentación con detalle, todavía nos reprochábamos el modo algo desdeñoso con que habíamos tomado sus primeras intervenciones ; habíamos hablado de ello entre nosotros y nos parecía que debíamos mostrarnos un poco más pacientes. Pero la verdad es que cuando Pedro terminó de hablar nos miramos con consternación. Este chico estaba totalmente descolocado. No estábamos en el CNRS francés (Pedro había estudiado en la Sorbona), estábamos en una institución sudamericana, en un país sin dinero para la investigación, con una deuda externa gigantesca injustamente impuesta desde el exterior. Nosotros o publicábamos o moríamos, “publish or die”, como dicen los anglosajones. Cuánto tiempo nos iba a hacer falta para convencer a la CIA, cuánto tiempo para conseguir resultados? Era algo totalmente irrealista. Además, éticamente nos parecía muy mal. Se puede procurar placer a alguien cuando se investiga, no se lo puede torturar. Era cierto que la CIA torturaba por inercia, por vocación de alguna manera, y que, con toda probabilidad, iba a seguir haciéndolo, proyecto o no proyecto, pero cómo podíamos estar seguros de que en algún momento la agencia, desvendándose los ojos, no iba a comprender que torturar era inútil en la lucha contra el terrorismo? Entonces, o bien paraba y toda nuestra investigación se iba al diablo, o bien seguía sencillamente porque se había comprometido a hacerlo con nosotros y entonces había que parar porque la cosa se volvía éticamente inadmisible.
Pero dejemos de lado a Pedro y volvamos a nuestros trabajos. Lo primero que nos resultó claro, como lo decíamos más arriba, es que las emociones tienden a organizarse en flujo unidimensional, en una estructura que no puede ser homóloga a la de un sistema lingüístico, que se despliega en múltiples dimensiones. Llegamos a la conclusión de que un aprendizaje robusto requería serenidad, imponía alejarse de la inmediatez espectacular de un conocimiento que un profesor histriónico puede inculcar brutalmente. Si no se opera con prudencia, lo que queda, como era el caso con nuestras alumnas, no es más que el recuerdo de una emoción acaso embriagadora pero en realidad poco útil desde el punto de vista de la capacidad comunicacional que se adquiere. Comprendimos que la estimulación de quien aprende debe ser sobre todo interior, que un buen profesor es un profesor al que se olvida, aquel que no hace obstrucción entre el saber y el alumno. Un buen profesor es un camino que se pisa -sin mirar atrás- para llegar al saber, y que luego borrarán las malas hierbas del olvido . Un buen profesor no busca usurpar la gloria de aprender. Nos alejamos del cartesianismo francés y nos acercamos a neurobiólogos como Valera, que se habían inspirado del budismo. Comprendimos que vivir con pasión es no vivir, es temer a la vida, huir de su complejidad sumergiéndose en un torrente de adrenalina. Nuestros descubrimientos nos permitían analizar los comportamientos de los alpinistas, de los que circulan a 200 kilómetros por hora por la autopista, de los que se emborrachan. Explicábamos a las familias de los alpinistas muertos, a sus padres, a sus esposas (morirse en las montañas es una costumbre esencialmente masculina y heterosexual, en otro lugar explicaremos porqué) que en la cadena causal que había conducido a la muerte de sus seres queridos se situaba una cobardía fundamental ante la vida que habían querido acallar con chorros de emociones. Les explicábamos también que ellos tenían una parte de responsabilidad en la muerte de sus seres queridos, porque ellos mismos habían intentado enmudecer su propio miedo poniendo en balanza una vida breve pero intensa con una vida larga y mediocre. No, sus hijos, sus maridos, habían tenido una vida breve y mezquina, dominada por el miedo. No habían vivido. Y ellos, los sobrevivientes, cuando contribuían a propalar en los medios de comunicación aquella falsa equivalencia, tomaban una fuerte responsabilidad en las muertes venideras que causaría la adoración pueril de aquella supuesta vida intensa. Creamos un templo budista en un anexo de nuestra institución donde las personas devastadas por la tristeza a las que habíamos ayudado podían, o intentaban, dar una nueva orientación a sus vidas. Algunas se suicidaban, habían llegado demasiado tarde, otras se escapaban, lo que consagraba su superación del traumatismo. Un buen terapeuta es como un buen profesor, alguien que no busca la gloria ni el reconocimiento, alguien que se contenta con la certeza interior de obrar rectamente. Propusimos al estado argentino realizar una campaña para luchar contra el alpinismo, pero no quisieron, nos dijeron que no tenían fondos.
Estábamos contentos. Nos habíamos vuelto a encontrar con nuestro compromiso con la antropología aplicada. No habíamos revolucionado la enseñanza, pero estábamos salvando vidas. Nuestro recorrido nos parecía ejemplar. Escribimos un artículo al respecto, que dejaba muy al desnudo lo grotesco de querer disociar ciencia pura y ciencia aplicada, teoría y práctica. También mostramos que había que preservar la libertad de la investigación y que los institutos de investigación podían sin menoscabo de su labor fundacional realizar actividades comerciales que no sólo contribuían a su financiación sin perjuicio de los intereses del contribuyente, sino que también estimulaban la reflexión teórica. Tenemos la impresión de haber aportado algo a un debate crucial de nuestra época, el de la articulación entre ciencia y sociedad.
Nuestra institución nunca se había mostrado tan sólida, serena y productiva. Daba la impresión de que nuestros descubrimientos científicos se habían difundido como por capilaridad al lugar donde habían surgido, mezclándose con los efluvios budistas de nuestro templo anejo. A veces, nuestra regularidad, el número de nuestras publicaciones, el sosiego que reinaba entre nuestros muros nos sorprendía a nosotros mismos. En esta atmósfera, los bandazos de Pedro y de algunos otros jóvenes se destacaban con crudeza. Comían juntos, aislados, susurraban, se vestían de manera extravagante y adoptaron un lenguaje que de alguna manera nos marginalizaba. Nosotros pensamos que su presencia entre nosotros impedía que nos adormeciéramos en una exitosa rutina. Pero un día se produjo una ruptura irreparable con aquel grupo de muchachos. Pedro mostraba a sus compañeros una chaqueta ensangrentada. Nos acercamos. Estaba explicando que había asesinado a un taxista para robarle la magra ganancia de una jornada de labor. Declaró que quería estudiar el medio de los que asaltaban a los “tacheros”, y que le pareció que lo mínimo era tener algún tipo de experiencia directa, y que el hecho de haber estado en el origen del acto no lo imposibilitaba para analizarlo con objetividad. Aquéllo era demasiado. Hay un momento en que la reflexión teórica y la libertad científica deben ceder ante principios elementales de humanidad. A pesar del cariño que le teníamos, adquirimos la certeza de que para él la ciencia se había convertido en una excusa para abandonarse a pulsiones mórbidas e inconfesables. Sin embargo, algo había de positivo en lo que había ocurrido. Esa imagen esperpéntica nos mostraba poderosamente los límites que no había que franquear, Pedro era lo que nosotros nunca debíamos llegar a ser. Los reunimos a él y a sus compañeros y los eliminamos, yo los eliminé. Sólo lamentamos no haberlo hecho antes. Volvimos con alivio a nuestros trabajos intelectuales. Aun en una institución tan armoniosa y madura como la nuestra se pierde tiempo con chiquilladas. Quiero agregar sin embargo que habíamos tenido no pocos jóvenes entre nosotros que no confundían creatividad y desvarío.
En la reunión de coordinación del día en que maté a Pedro y a sus amigos (cómo olvidar esa fecha?) hablamos del caso de Shirley. Nos intrigaba. Era la única alumna que progresaba. Sus tests eran invariablemente buenos, y estaban desprovistos de las absurdidades con que las demás clientas los enriquecían : corazoncitos y mensajes tiernos para Peter. Durante la discusión, Peter permaneció bastante silencioso, sólo dijo que era un evento insignificante, una aberración en nuestros resultados que no descalificaba el sistema y que no valía la pena interesarse por él cuando teníamos tantas investigaciones exitosas que dar a conocer. A mí me sorprendió un poco la actitud de Peter. Lo miré y me pareció cansado. La curiosidad insaciable y el rigor intelectual que lo definían habían desertado ¿fugazmente? su mente. No dije nada más y fingí que aceptaba sus argumentos, pero decidí vigilarlo. Sospeché que a él también tendría que matarlo.
Esto no es un estudio científico, y no tengo porqué hacer una relación exhaustiva de las etapas que fueron destejiendo la confianza y la amistad. Es doloroso tener que matar a un amigo y la escritura de estas líneas renueva y actualiza mi pena. Sólo diré lo que cuenta.
Las actividades que Peter había llevado a cabo para difundir entre los niños el conocimiento de la muy reprobable acción de la CIA habían hecho de él un objeto de vigilancia para la agencia. Shirley era la agente encargada de esa vigilancia. Los dos se habían hecho el amor con aplicación, con olvido de sí mismos, con una generosidad que provenía de su entrega a causas que los sobrepasaban y que no podían confesarse. El suyo fue un amor que excluía la confidencia, ese rito farragoso y abominable a que nos obligan las vanas supersticiones de hoy. Al abrigo de ese silencio, sus sentimientos pudieron crecer, sin límites que los acotaran. Se encontraban en una casa, una cabaña más bien, del Tigre, hacían el amor, contemplaban las aguas marrones del delta, Shirley hacía con gravedad sus inútiles deberes, había estudiado portugués en la universidad. Los observé durante algún tiempo, por curiosidad. Casi no se hablaban. Peter había comprendido que bajo el nombre de Shirley se ocultaba una persona encargada de vigilarlo, y Shirley tomó consciencia sin dificultad de que Peter lo sabía. Lo que hubiese podido verse como un insoportable yugo de sospechas y desconfianza se había convertido en un componente de su amor, que lo protegía de sus contingentes historias personales. Peter escribía sus informes en la mecedora del balcón, Shirley lo hacía en la mesa de la única habitación de la casa, a cuatro metros de Peter. Imperceptiblemente para ella, el estilo de Shirley cambió, lo que alertó a sus superiores.
Entré una noche en la casa. Los toscos tablones del suelo crujieron. Shirley dormía, Peter me estaba esperando. Me miró fijamente hasta que le cerré los ojos tras haber efectuado los disparos.
Encontré su informe, el mío ahora, encima de la mesa. Destruí el arcaico fax, que podía conservar en memoria las huellas de las instrucciones que nos mandaba.
Antes de quemar la casa leí este informe. Decidí no remedar su estilo enfático de extranjero que imita con ingenuidad a los escritores vernáculos. No me molestaban esas fealdades. No me molesta endosarlo. Nada me molesta.