Comentarios sobre "Cabecita negra", de Germán Rozenmacher.

La lectura del cuento « Cabecita negra », de Rozenmacher, me escandalizó. Pero más lo hizo la ceguera complaciente con que se lo aceptó.

« Cabecita negra » es un cuento racista.

Lo reproduzco, insertando mis comentarios.

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en el vida uno no podía hacer todo lo quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran « señor »

Lanari, vergonzosamente culpable de no haber querido morirse de hambre.
Narrador omnisciente partidista, insidioso y parcial.

Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

Quizás, técnicamente, uno de los pocos aciertos de este relato sea el oponer la discreción con que Lanari trata sus problemas con la desconsideración de la negra que altera a los gritos la placidez del vecindario con el objeto de conseguir 100 pesos para volver a la casa de su mamá. Este acierto técnico refuerza la oposición que satura todo el relato entre el descontrol de la negrada y lo contenido o sobrio de los actos de Lanari quien, si bien se le atribuyen pensamientos mesquinos, ruines o racistas, en los actos se mostrará correcto, considerado o compasivo, salvo cuando, ante la irrupción del agente, recurra torpemente a una generalización racista para congeniárselo y ganar su complicidad. 

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Un mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso « Para Damas » en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.

 

-Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.

El señor Lanari siente ternura y piedad y da los 100 pesos a la negra. Se siente satisfecho. Desprecia a la negra. Arbitrario, abusando de su poder, el narrador omnisciente quiere hacernos despreciar a Lanari. Pero los hechos perduran en nuestra mente: los actos de Lanari, si hacemos abstracción de sus pensamientos culpables, no carecen de compasión o de bondad.

-¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

-A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

-Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

El error de Lanari… Burdo, por supuesto: hablar mal de los negros delante de un negro. En sí, esto no hace de Lanari un racista empedernido ; cabe la posibilidad de que más que racista sea un hombre débil que, consciente del racismo imperante e institucionalizado, en particular entre los policías, puede estar buscando ganarse al agente y recordarle cuál ha de ser su función o papel en la sociedad, proteger a los ricos de los pobres.

Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.

-Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacéte el gil ahora.

Empieza la construcción del negro odioso y resentido. El agente mira con odio a Lanari, que es un viejo baboso.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.

El voseo será regocijante para el que esté harto del desprecio de la clase media hacia los negros, pero también, y sobre todo, tiene por efecto seguir trazando la imagen del negro que instrumentaliza su función para tomar venganza, en el pobre Lanari, de todas las injusticias que de raza que ha sufrido.

-Vamos. En cana.

El señor Lanari parapadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

-Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quén está hablando? -Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

-Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? -dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

Lanari, con razón, tiembla ante el desafuero que se comete con él y ante lo que se cierne.

-Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

El narrador imputa a Lanari pensamientos racistas, que el miedo puede justificar: ver en quien nos agrede un animal sordo a nuestras súplicas puede parecer normal.

-Señor agente -le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.

-Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto  -y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró: -Vivo ahí al lado -gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

La descalificación de Lanari requiere siempre la intervención del narrador omnisciente, que nos revela sus pensamientos culpables. Los pensamientos de la negrada nos son desconocidos (¿piensa la negrada?), sus actos mismos la descalifican: los gritos de la negra patiabierta, la brutalidad del agente, la manera animal que tiene la negra de subirse a la cama y quedarse dormida, ajena a toda regla social, desentendida de lo que se hace y de lo que no, sólo atenta a responder a su necesidad inmediata de reposo, holgándose de poder satisfacerla en un lecho mullido, como un perro en la ausencia del dueño, que se encarama a la cama de la gente.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

-Dame café -dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.

Otra vez la del violín… El señor Lanari es culpable de haber desoído la llamada del arte para entregarse a la elevación de su negocio de ferretería, lo que será un culposo atentado contra lo Ideal, pero con lo que no parece haber humillado a nadie. En todo caso, para el lector, se trata de una falta abstracta, de un delito sin víctima y muy diferente de la intrusión y de las vejaciones que sufrirá Lanari.

Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa.

Como si… Quizás resuma esta frase la ambigüedad del relato: se supone que tiene que indignarnos el que Lanari se diga que es como si esos salvajes hubieran invadido su casa. El problema es que, en la realidad del relato, los negros han invadido la casa y que, además, se comportan como salvajes, es decir, como seres primarios y vindicativos que son incapaces de formular ni siquiera un atisbo de reivindicación política, que destruyen, golpean y roban y a los que todo límite moral es ajeno. O sea que Lanari, con su como si, termina apareciendo como un ser de una espléndida tolerancia que, incapaz de creer que está pasando lo que está pasando, le pone este dubitativo « como si » delante que lo honra, un como si tan, diríamos hoy, políticamente correcto. Rozenmacher hace una y otra vez lo mismo: nos presenta a negros monolíticamente odiosos y nos invita a detestar a su víctima, que tendrá sus defectos, claro pero que, en los hechos del cuento, no le hace daño a nadie y que, antes bien, se ha mostrado compasivo y que intenta salir como puede de una situación kafkaiana.

Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podías ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.

Genial. La referencia explícita al célebre cuento de Cortázar ha provisto a este cuento con un viático que le ha permitido atravesar los años y perdurar en el paisaje literario. Sin él, los críticos no hubiesen entendido que se trataba de una explicitación del cuento de Cortázar o de la interpretación reductora que de él se ha hecho en clave de antiperonismo elemental y de temor a la irrupción de las clases populares en la política argentina. La perdurabilidad de Cabecita negra se construye en dos etapas fundamentales: la primera es la reducción arbitraria del cuento de Cortázar a la interpretación antes mencionada, la segunda es la definición servil de nuestro cuento como respuesta a la interpretación mencionada más arriba o como explicitación de la misma (resemantización, dice Feinmann: vaya usted a saber lo que la cosa pueda significar).

-Qué le hiciste -dijo al fin el negro.

-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de… -el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.

-Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor…

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:

-Este no es, José. -Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro « Por fin se me va este maldito insomnio » y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? « Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada » trataba dedecirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. « La chusma », dijo para tranquilizarse, « hay que aplastarlos, aplastarlos », dijo para tranquilizarse. « La fuerza pública », dijo, « tenemos toda la fuerza pública y el ejército », dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

Hasta el final conservamos la esperanza de que se trate de una pesadilla. Todo esto no es la realidad, sino la percepción fantasmática y monolítica que tiene de la negrada la clase media argentina. Pero no: Cabecita negra es un cuento realista. Un cuento que plantea el problema argentino en los términos siguientes: O bien aceptamos que los negros se instalen en nuestras casas y en nuestras camas, o bien llamamos al ejército. O aceptamos abandonar nuestra dignidad y que los negros nos humillen, o los ponemos en su lugar. Que estas dicotomías burdas sean reductoras e intelectualmente escandalosas, es algo de lo que no cabe duda. Pero también son eficaces. Que un periodista atolondrado incurra en ellas, más por torpeza que por maldad, se puede entender. Lo que resulta más difícil de aceptar es que la crítica universitaria se haya asociado a la fiesta o a la celebración de tales inepcias. La obstinación y la pereza llevan a optar por la comodidad de una ficción compartida y consensual y a evitar el trabajo serio de lectura y reflexión. 

Pierre Menard, autor del Quijote, Ortega y Feinmann. 7 octobre 2020 « Casa tomada ». Bitácora de mis clases. 7 octobre 2020 Informe. Comisario César Barrero. 7 octobre 2020 Mensaje para mis talleristas. 7 octobre 2020 « Casa tomada », carta a José P. Feinmann. 7 octobre 2020 Sobre « Casa tomada », carta al profesor Julio Ortega. 7 octobre 2020 « Cabecita negra ». Respuesta al profesor Julián D. 7 octobre 2020 Comentarios sobre « Cabecita negra », de Germán Rozenmacher, 10 octobre 2018.

 

Cabecita Negra fue publicado en el libro « Cabecita Negra », Germán Rozenmacher (Centro Editor de América Latina, Buenos Aires / 1992)