Y si Velázquez, en Las Meninas, no estuviera pintando, como sostiene la teoría del reflejo especular, el retrato de los soberanos estáticos y admirados, sino en una tautología emblemática del barroco, precisamente, Las Meninas. A ellos nos conduce el hecho de que las dimensiones del cuadro representado visto a la distancia coinciden con las del cuadro real visto a la distancia a que se encuentra el espectador -el sitio vacío de los modelos-; también corresponden, visiblemente, los bastidores de ambas telas.
Prueba por analogía: estando un día en el Alcaná de Toledo, y en los cartapacios y papeles viejos que un muchacho va a vender a un sedero, Cervantes se interesa por un manuscrito en caracteres que conoce ser arábigos; gracias a un morisco aljamiado y a una alusión a Dulcinea -su mano para salar puercos- descubre que se trata del propio Quijote, en su versión original, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo (I. IX). Cervantes se desconsuela al saber que su autor “era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas” (II. III).
El Quijote se encuentra en el Quijote –como Las Meninas en Las Meninas- vuelto al revés: del cuadro en el cuadro no vemos más que los bastidores; del libro en el libro, su reverso: los caracteres arábigos, legibles de derecha a izquierda, invierten los castellanos, son su imagen especular; el Islam y sus “embelecadores, falsarios y quimeristas” son también el reverso, el Otro del cristianismo, el bastidor de España.
Ensayos generales sobre el barroco, Severo Sarduy. 1987.
Este texto, del ensayista cubano Severo Sarduy, consta de tres párrafos. En el primero, el autor propone una interpretación de las Meninas que se aleja de la llamada teoría del reflejo especular para sugerir que lo que Velásquez pinta no son los reyes, sino el cuadro mismo, en lo que viene a ser una “una tautología emblemática del barroco”. A ello nos conduce, según el autor, el que coincidan las dimensiones de ambos cuadros así como la correspondencia entre los bastidores.
Viene a continuación una “prueba por analogía”. Dado que el Quijote incluye al Quijote, podemos pensar que un cuadro pintado unos cincuenta años después y perteneciente a la misma corriente artística, el barroco, puede, también, incluirse a sí mismo. Tal es, por lo menos, el razonamiento del autor.
Tenemos por último una serie vertiginosa de afirmaciones. Tanto en las Meninas como en el Quijote, la obra representada está al revés. En el caso de las Meninas se trata de una evidencia. En el del Quijote lo es menos : el Quijote que está en el Quijote está al revés puesto que está escrito en árabe, y el árabe, contrariamente al español, se escribe de derecha a izquierda. Además, “el Islam y sus embelecadores, falsarios y quimeristas son también el reverso, el Otro del cristianismo, el bastidor de España.”
Estas afirmaciones son espectaculares. El lector pasa de una obra a otra, y luego a la confrontación del cristianismo con el Otro, el árabe, que es el bastidor, vale decir la estructura, de España. O sea que el Otro es el otro, pero al mismo tiempo la estructura de lo que uno es. La cosa se vuelve laberíntica.
En todo caso no parece que estemos ante una explicación rigurosamente racional de las Meninas. El texto de Sarduy, en suma, es… muy barroco.
Curiosamente, esta caudalosa asociación de ideas se nos anuncia bajo la expresión de prueba, lo que no es, por supuesto. Incurrir en contradicciones, anunciar algo y hacer otra cosa, utilizar un género por otro, ya lo vimos, son características recurrentes del barroco. Recordemos que el Quijote se nos presenta como una historia verídica, o que las Meninas es un cuadro ópticamente imposible.
El texto de Sarduy no demuestra nada, no prueba nada, pero hace pensar. Es un dispositivo que agita nuestras neuronas pero sin conducir a una conclusión final irrebatible. No quita, que imaginar que las Meninas sean todo lo que Sarduy dice resulta bastante placentero. Por eso, no le vamos a reprochar que bajo el engañoso título de “ensayo” nos de una construcción metafórica que reposa en una libérrima especulación personal. Como tampoco hemos de reprochar a Borges el que se apodere del género del ensayo para entregarse a una jocosa fantasía con Pierre Menard, autor del Quijote. Por cierto, las revelaciones fulgurantes que nos propone Sarduy son de una timidez extrema si recordamos las líneas finales del Pierre Menard:
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?
El único problema es que quizás Sarduy se tome en serio lo que dice. Pero a nosotros, ¿quién nos obliga a hacerlo ?
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