Las Meninas

Borges

Octavio Paz

Cien años de soledad.

Las Meninas es un cuadro que ha suscitado una multitud de comentarios, que, por supuesto, no vamos a presentar en detalle. Lo que vamos a hacer es seleccionar algunos de ellos para conectarlos con los textos siguientes:

Los dos reyes y los dos laberintos, de Jorge Luis Borges, Pierre Menard, autor del Quijote, del mismo autor, Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, un fragmento del escritor y ensayista cubano Severo Sarduy sacado de Ensayos Generales sobre el Barroco, el poema La calle, de Octavio Paz y una parte de El Hombre deshabitado, de Rafael Alberti.

El cuadro nos presenta el taller de Velázquez. En la zona central se encuentra la infanta Margarita, hija primogénita de los reyes. En torno a ella, dos damas de compañía. A la derecha del cuadro, en primer plano, un mastín, con los ojos cerrados, detrás de él, dos enanos, y tras éstos dos sirvientes. En el fondo aparece José Nieto Velázquez, aposentador de la reina, en el marco de una puerta iluminada y sosteniendo una cortina que se sitúa en el lado derecho de la puerta. Hacia su brazo convergen las líneas de perspectiva del cuadro. A su izquierda, un espejo donde se reflejan los reyes. En el lado izquierdo del espejo, una cortina. Aun a la izquierda, más adelantado, en un plano medio, Velázquez, el pintor, ha retrocedido un paso para alejarse de una tela, de la que vemos el reverso, y poder observar mejor su modelo ; en la mano izquierda tiene la paleta y el pincel, a la espera de volver al lienzo, está en la mano derecha. Varias fuentes de luz iluminan la pieza, cuyas paredes están cubiertas de cuadros que es harto difícil identificar.

Examinemos ahora algunos de las comentarios a los que este cuadro ha dado lugar. Como se verá, vamos a concentrarnos en dos aspectos particulares, el cuadro que pinta Velázquez y el espejo en el que se reflejan los reyes.

Según la interpretación más frecuente, el cuadro se explica de la manera siguiente : la infanta, echando de menos a sus padres, que posan ante el pintor, baja al taller de éste para verlos. Sin embargo, no pocos elementos contradicen esta versión e impiden considerarla como una presentación realista de las circunstancias que dieron origen al cuadro. Citemos algunos de ellos :

-No existe constancia de un retrato de ambos soberanos: se pintaba a cada uno de los reyes en sendos cuadros.

-No existe constancia tampoco de retratos de las dimensiones del que pinta el pintor.

-El espejo del fondo no refleja el espejo que sería necesario al pintor para pintar la escena.

Ahora bien, podríamos admitir que esta historia nos narra no la génesis de la obra pero sí una ficción que Velázquez ha deseado contarnos acerca de dicha génesis. Según Daniel Arasse, nadie ignoraba en la época de Velázquez el carácter ficticio de esta historia. Y el eminente crítico se mofa sin crueldad de un historiador moderno que se la tomó tan en serio que decidió -infructuosamente- buscar en los archivos del palacio las huellas de un doble retrato real[1]. No quita, y es éste un punto del que tendremos que ocuparnos más tarde, que parecemos estar ante una situación algo sorprendente en que el pintor mismo desbarata la ficción en que nos pide que creamos. Podemos agregar, para complicar un poco las cosas, que el autor de la ficción es asimismo un personaje de la misma y que su dispositivo supone la existencia de otro autor que lo está pintando.

Otra interpretación toma apoyo en que, corregidas por la perspectiva, las dimensiones del cuadro que pinta el artista corresponden a las del cuadro real, para sugerir que el cuadro del que vemos el reverso es el mismo cuadro que nosotros estamos viendo. Para reforzar esta teoría se señala que el suelo despojado e iluminado del primer plano del cuadro es casi el lienzo desnudo, sin apenas pintura… como el reverso del cuadro que pinta Velázquez. Pero ¿cómo explicar que el espejo en el que se reflejan los reyes no refleje el supuesto espejo utilizado por Velázquez? Una vez más, parece que estamos ante una ficción cuyo carácter parcial e imperfecto el autor se complace en resaltar, o por lo menos, no busca disipar.

En todo caso, algo empieza a resultar claro: no estamos ante una fotografía, un reflejo directo de la realidad, sino ante una construcción mental. Lo que puede darnos una clave histórica para interpretar el cuadro. Se trata de una vindicación del carácter noble de la pintura que, en tanto que actividad intelectual, se distingue de la mera actividad manual que es el artesanado. Cabe recordar, en efecto, que Vélazquez anhelaba formar parte de la orden de Santiago, lo que hubiera sido imposible si se hubiese pensado que ejercía una actividad manual. De manera más general, la defensa de la pintura como arte noble e intelectual es una constante de la época.

Estas dos teorías tienen en común el considerar el cuadro de Velázquez como un dispositivo a través del cual el pintor suscita ficciones, mensajes, que pueden ser contradictorios, pero que emanan de la voluntad más o menos consciente del pintor. Sin embargo, cabe la posibilidad de que una parte del dispositivo sea un afortunado resultado del azar. La llamada interpretación dinástica, de Manuela Mena Marqués, permite, en efecto, un enfoque que deja algún espacio a lo imprevisto. Veamos cómo.

Esta teoría sugiere que la composición inicial del cuadro era muy distinta de la que ahora contemplamos. Así, en su primera versión, en lugar del pintor y del cuadro, tenemos a un joven que entrega a la infanta lo que viene a ser un bastón de mando: el cuadro es una alegoría de la monarquía destinada a fortalecer públicamente la posición de heredera del trono que corresponde a la infanta Margarita en la ausencia de herederos masculinos. En 1657 nace Felipe Próspero, que sustituye a Margarita como heredero. Velázquez retoma su obra, la modifica para darle su forma actual. De alegoría pública de la monarquía, el cuadro pasa a ser un capricho privado del rey a él solo destinado. Es cierto que aquí la intervención del azar es limitada y, por decirlo de algún modo, negativa: lo que esta teoría sugiere es que las Meninas no hubieran existido sin el azar biológico que dio lugar al nacimiento de Felipe Próspero, pero no explica porqué Velázquez eligió, entre las infinitas posibilidades de que disponía para adaptar el cuadro a las nuevas circunstancias, aquélla que eligió. Sin embargo, aun cuando la demostración no sea completa, el enfoque de Mena Marqués tiene el mérito de recordarnos que en una obra de arte el artista no lo controla todo… y que, por lo tanto, el espectador tampoco lo entiende todo. Estamos ante un cuadro complejo y abierto, que permite la coexistencia de interpretaciones encontradas ante las que el espectador no puede permanecer pasivo: a cada uno le incumbe hacer funcionar este enigmático dispositivo.

Así, nosotros vamos a seguir algunas de las pistas que sugiere el cuadro para intentar, como lo señalábamos más arriba, conectarlas con los textos mencionados.

Don Quijote.

Los ocho primeros capítulos de la novela cuentan las aventuras de don Quijote, un hidalgo que, a fuerza de leer libros de caballería, acaba convenciéndose de que lo en ellos referido es cierto y real, y emprende la improbable tarea de restaurar la caballería andante. De repente, al final del octavo capítulo, sin la menor transición, sin señal tipográfica alguna, una voz narrativa -de la que nada se sabe- interrumpe la narración para anunciar que, desafortunadamente, el autor no sabe cómo continúa la historia:

Pero está el daño de todo esto en que este punto y término deja pendiente el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.”

En el principio del capítulo nueve tenemos un primer párrafo que está en primera persona del plural : “Dejamos en la primera parte de esta historia (…)”, pero en seguida irrumpe el “segundo autor”, que va a contarnos, en primera persona, cómo encontró la continuación de la historia. Resumamos :

El segundo autor compra a un sedero unos cartapacios que contienen la historia de don Quijote escrita por el historiador árabe Cide Hamete Benengeli. Los hace traducir: la continuación del libro es esta traducción. Ahora bien, el “autor” se pregunta si es de fiar una historia escrita por un historiador arábigo “siendo muy propio de los de aquélla nación ser mentirosos; (…)”. Sin embargo, razona, podemos tranquilizarnos: “aunque por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado más falto en ella que demasiado”. O sea, que si acaso lo que puede haber pasado es que disminuyera el valor de las hazañas de don Quijote más que encarecerlas en exceso. Lo que está, a pesar de todo, muy mal hecho:

Y ansí me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera estender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio. Cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntulales, verdaderos y no nada apasionados y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir.”

Agreguemos que los cartapacios contienen dos elementos que podrían no ser de la mano del historiador, una anotación que reza: “Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha”, así como una ilustración que corresponde al momento en que se interrumpiera la historia en el capítulo ocho. En esta ilustración aparece Sancho Panza con, a sus pies, un “rétulo que decía Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner el nombre de Panza y de Zancas, que con esos dos sobrenombres le llama a veces la historia.”

Vamos a detenernos en esta cuestión de los nombres, que va a permitirnos, como lo veremos más adelante, establecer una primera conexión con las Meninas.

Recordemos que entre la publicación del primer volumen del Quijote, en 1604, y la del segundo, en 1615, fue publicado un Quijote apócrifo. En el segundo volumen, Cervantes utiliza a su personaje para desacreditar el libro rival. Así, en el capítulo XX, el libro falso llega a las manos de don Quijote, quien lo descalifica tras haber leído apenas unas líneas:

(…) y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza ; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.”

El problema es que el mismo Cervantes se “equivoca” no pocas veces en el primer volumen, dando a la mujer de Sancho Panza distintos nombres, como nos lo recuerda Luis Andrés Murillo en una nota de su edición del Quijote:

« Se dan varios nombres a la mujer de Sancho. Arriba la ha llamado Sancho Juana Gutiérrez. Mari Gutiérrez podría explicarse como aplicación de Mari según uso familiar y proverbial a cualquier mujer o nombre de mujer, uso común entre la gente vulgar de la Mancha (v.g. Maritormes). A la hija de Sancho la llama su madre Mari Sancha II. 5. Al final de la primera parte de 1605, se lee: “Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho y aunque no eran parientes, sino porque se bbbb en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos”, I.52. p. 603. En la segunda parte de 1615 dice ella: “Cascajo se llamó mi padre; y a mí, por ser vuestra mujer me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de llamar Teresa Cascajo”. II.5, p. 76. Es lo más probable que esta anarquía onomástica se deba, no a descuidos u olvido de Cervantes, sino a un recurso suyo deliberado y de intención cómica. V. Spitzer, 102. El imitador Avellaneda se decidió por la versión genérica y vulgarísima Mari Gutiérrez. Y visto esto por Cervantes, hizo decir a Sancho en el capítulo escrito en 1614: “¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez!” II. 59, p. 487.[2] »

Y esta vez sin que ni siquiera sea posible escudarse tras el galgo del autor, como llama a su imaginario[3] historiador arábigo Cidi Hamete Benengeli.

Con lo cual, estamos llegando a un silogismo destructor:

El error en cuanto al nombre de la mujer de Sancho Panza que contiene el Quijote apócrifo descalifica todo el libro.

El Quijote de Cervantes contiene numerosos errores sobre los nombres de los personajes.

Por lo tanto, ¡el Quijote de Cervantes es tan mentiroso como el de su adversario![4]

Aquí está la primera analogía, la primera conexión, que vamos a establecer entre las Meninas y el Quijote. En ambos casos, se nos propone una ficción que se desbarata en la misma obra.

¿Por qué? ¿Cómo situarnos ante estas obras desconcertantes que no tienen reparos en contradecirse, en las que coexisten verdades diferentes? ¿Cómo situarnos ante autores que nos obligan a creer, durante el tiempo de la contemplación, algo y su negación?

Una primera respuesta podría residir en el contexto en que estas obras emergen. Podemos pensar que “creer” no representa lo mismo en nuestra época y en el siglo diecisiete español.

Otra obra de Cervantes, el Persiles, puede permitirnos visualizar esto. En el capítulo octavo de esta novela, Rutilio, tras haber dado cuenta de un viaje por los aires junto a una bruja, que lo ha conducido de su prisión española a las regiones septentrionales del mundo, declara:

Cómo esto pueda ser, yo lo ignoro y, como cristiano que soy católico, no lo creo; pero la esperiencia me muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio y permisión de Dios y castigo de los abominables pecados deste maldito género de gente”[5]

Ahora bien, esta posibilidad de creer dos cosas contradictorias no aparece únicamente en la literatura de la época. Las minutas de la Inquisición, por ejemplo, comprenden declaraciones tan contradictorias como las de Rutilio[6].

Pudiera ser que en la época de Velázquez y de Cervantes, el hecho de creer no significase lo mismo que en nuestra época y cabe suponer que la exigencia, la imposición, de creer en cosas contrarias a la experiencia facilitase la emergencia en una obra de diferentes “verdades” contradictorias[7]. Podemos pensar por lo tanto que la sorpresa de los receptores de ambas obras sería en aquella época menor. Lo que vendría a implicar que los dispositivos de nuestros artistas no buscan desbaratar las ficciones, sino que se enmarcan en una mentalidad para la cual la obra puede dar cabida a verdades contradictorias. O dicho de otra manera: una parte de la fascinación que ejercen sobre nosotros Las Meninas o El Quijote estriba en el anacronismo con el que hoy las observamos.

Fijémonos ahora, más concretamente, en dos formas de desafío a la lógica que lanzan de manera muy análoga las dos obras: en ambas, en efecto, la obra y su autor se hallan en la obra. El filósofo francés Michel Foucault lo percibe en el Quijote, cuando dice que “Le texte de Cervantes se replie sur lui-même, s’enfonce dans sa propre épaisseur, et devient pour soi objet de son propre récit »[8]. Tanto la figura del escritor como la del pintor están presentes en las dos obras. El Quijote está en el Quijote y las Meninas, en las Meninas -ya sea en el verso del cuadro que no podemos ver o, metafóricamente, en este cuadro oculto que es en potencia todos los cuadros-. Estamos ante obras que poseen la facultad de hundirse en su propio espesor, como dice Foucault, o de volverse tal un guante, capturando, como para fagocitarla, la realidad. En este sentido, lo fundamental de la doble similitud que apuntábamos más arriba, de que tanto el autor como la obra están en la obra, es lo que indicaba Foucault: la obra está en la obra. El autor, si está en ella, es porque ha sido aspirado por el movimiento de la obra, que se transforma en sujeto y que, volviendo sobre sí misma, se incorpora el mundo que la rodea, el mundo del autor y, con él, al autor mismo. Este movimiento puede transformarse en una abismación sin fin. Las Meninas contienen las Meninas, que contienen las Meninas, que contienen las Meninas… El Quijote que leemos cuenta cómo Cide Hamete Benengeli escribió el Quijote, y Cide Hamete Benengeli debe de contar cómo se escribió el Quijote que tenemos entre las manos, que cuenta cómo se escribió el que tenemos entre las manos… Las obras se vuelven espejos de la realidad que acaban por capturarla en trampas recurrentes. Las fronteras entre realidad y ficción se desdibujan.
Este procedimiento, con no ser exclusivo del Barroco español -autores modernos, como Borges o Italo Calvino, lo han utilizado con felicidad[9], por no mencionar el famoso Cien años de soledad, cuyo final parece ser una reescritura de las últimas páginas del Quijote- constituye una de sus características más llamativas.

Observemos, sin embargo, que este juego, aligerado por un toque de humor en nuestras obras, o incluso por lo cómico en el Quijote, ha adquirido tintes dramáticos y angustiantes en autores contemporáneos. Así, en un poema como La calle, de Octavio Paz, la temática del espejo y de la abismación recurrente se despliega en un ambiente de un onirismo laberíntico y angustiante que parece incorporar en una vorágine sin fin al poeta y al lector. En El hombre deshabitado, obra de teatro de Rafael Alberti, se desdibujan también los contornos de la realidad y de la ficción. En ella, un hombre deshabitado, sin alma, es víctima de un dios subalterno, de pacotilla, cruel, que proyecta ante él un mundo que surge de sus palabras, lo que nos lleva a asistir a una representación que se desarrolla en la representación.

Severo Sarduy, ensayista cubano, trata con el enfoque que le es propio esta problemática:

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Un espejo.

Ya antes de Velázquez vemos aparecer espejos en la pintura, que van poblando gracias a su capacidad de mostrar lo oculto, lo que la naturaleza bidimensional de la tela impide en principio mostrar. El espejo nos hace ver el reverso de las cosas o aquéllo que escapa al ámbito del cuadro porque se sitúa en la proyección de su espacio, más allá de él, de su límite plano. Pero el espejo es ciego, lo capta todo, lo traga todo, y no muestra lo que queremos que muestre si no lo ponemos en el punto exacto que le permite y le impone hacerlo.

Los reyes se reflejan en el espejo del taller de Velázquez. Lo llenan, lo saturan, como si estuviesen a escasos centímetros de él. Y, sin embargo, sus cuerpos no están presentes en el espacio del taller y, por lo tanto, se hallan lejos del espejo.

No estamos viendo el reflejo de los reyes, lo que estamos viendo es la realeza que alguna vez se plasmara en un espejo. Su majestad se imprime en el espejo, lo captura y doblega, imposibilitándole mostrar otra cosa que las augustas personas cuyos bustos aun hoy, a través de los siglos, nos observan. Además, como lo dice Pascal, y antes que él el maestro Eckhart, Dios es una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. En la monarquía de derecho divino, el rey es la representación de Dios en la tierra. Como Dios, el rey está presente en todas partes. Por lo tanto, le es dable saturar el espejo del taller de Velázquez, como cualquier otro espejo de la tierra. Dios es eterno y ubicuo. El reflejo de la pareja real en un espejo también lo es, puesto que ésta participa de la naturaleza de Dios.

Más de doscientos años antes, van Eyck, en un cuadro que no es en principio ni político ni relgioso, resuelve el problema de otro modo: el espejo es cóncavo. De este modo, a pesar de hallarse los personajes representados muy cerca del espejo, los puede mostrar de cuerpo entero. Velázquez conocía el cuadro de van Eyck, que formaba parte de la colección real de pintura a cuyo cargo él se encontraba y la filiación entre ambas obras no se cuestiona[10]. Postulemos la ecuación siguiente, no física, sino semiótica: el reflejo de un cuerpo plano en un espejo cóncavo equivale al reflejo de un objeto curvo en un espejo plano. Situar las Meninas en la filiación del Retrato de los Arnolfini refuerza la idea de que Velázquez extrae de la vulneración de las leyes de la óptica una manifestación de lo que no puede conocerse por la intuición sensible. El espejo de van Eyck se vuelve plano porque la esfericidad infinita que caracteriza a la divinidad de la que participan los reyes vuelve inútil su concavidad.

Picasso, cuatrocientos años después de Velázquez suprime el espejo: técnicamente ya no es necesario, el cubismo puede mostrar todas las facetas de la realidad desplegándolas en una tela bidimensional. Además, en el siglo XX, o bien Dios ha dejado de existir y es el pintor el que está en todas partes desmenuzando la realidad a su antojo, o bien Dios se ha vuelto espinozista y lo es todo: en un caso como en otro, el espejo puede desaparecer.

Daniel Arasse acude a Kant para decir, antes que nosotros, algo similar :

Tu es allé relire les quelques extraits de Kant qui dormaient dans ta bibliothèque et tu as compris : ta description faisait du roi “l’objet transcendantal” du tableau –c’est à dire, avec Kant, quelque chose qui, tout en étant indéterminé, peut être déterminé à travers le divers des phénomènes et constitue le corollaire de l’unité de l’aperception. C’est compliqué. Normal, c’est du Kant. Mais ça correspond bien à ce que tu vois : un ensemble de personnages dont la présence est manifestement organisée en fonction d’un “objet”, le roi et la reine, dont la présence objective est insaisissable. Tu pouvais dire aussi que le roi est le “noumène” du tableau : quelque chose qui n’est pas l’objet de notre intuition sensible -ça, c’est le phénomène- mais qui est l’objet d’une intuition non sensible, quelque chose qu’on peut penser, mais pas connaître. Et, là, tu ne faisais après tout que retrouver une caractéristique essentielle du monarque dans la théorie de la monarchie absolue. Sans avoir lu Kant, Velázquez pouvait bien montrer, dans son tableau, ce qui constituait depuis longtemps, presque un lieu commun du mystère du roi et du prestige royal.”

En otras palabras, el dispositivo de Vélázquez permite pensar algo que sólo podemos conocer por sus manifestaciones sensibles. El arte revela lo invisible abstrayéndolo de lo sensible, lo magnifica y se enaltece así a sí mismo.

En Los dos reyes y los laberintos, Jorge Luis Borges procede de manera análoga. Abstrae y purifica la idea de laberinto mostrándonos dos de sus manifestaciones. Observemos sin embargo que el laberinto del rey de Arabia es más despojado, más sobrio y más elegante que el del rey de las islas de Babilonia, y, que por lo tanto, parece acercarse más al objeto trascendental kantiano de laberinto que el segundo. De hecho, el desierto, obra de Dios, sólo puede ser superior a la obra artificial del rey de las islas de Babilonia. Y la sutil venganza del rey de Arabia es solo un indicio que nos permite intuir los inescrutables designios de Dios, objeto trascendental por excelencia, cuyas vías se confunden con el universo, cuyas vías se urden desde el origen de los tiempos y continuarán desplegándose eternamente.

Anacronismos.

En fait, Foucault démocratise le tableau, il le républicanise. Son analyse repose sur des conditions muséales de présentation, de perception et de réception. Il s’approprie les Ménines. Il a le droit, bien sûr. Comme l’artiste. Il en a même peut-être, philosophiquement, le devoir.”[11]

En Pierre Menard autor del Quijote, Borges deja entrever las inmensas posibilidades que encierra una crítica arbitraria y anacrónica. Leer el Quijote como si lo hubiera escrito Pierre Menard abre grandes y nuevas perspectivas en la comprensión de la obra. Si evitamos caer en lo absurdo que el tono jocoso del cuento de Borges denuncia, podemos aceptar que, como lo dijo un crítico, el tiempo enriquece las Meninas y que este enriquecimiento nace de la confrontación de la obra con otras obras, con Jorge Luis Borges, con Octavio Paz, con Rafael Alberti o con Immanuel Kant. Nada nos impide utilizar la literatura del siglo XX para descubrir el sino trágico y dramático de don Quijote. O transformar a Velázquez, como lo hace Daniel Arrasse, en un precursor de Kant.


[1]Eh bien, d’abord, cette fiction a été assez efficace, la chose t’amuse, pour que certains historiens modernes s’y laissent prendre. L’un d’entre eux a ainsi cherché, dans les archives du palais, la trace d’un « double portrait royal » que Velázquez aurait effectivement peint. Peine perdue : ce double portrait n’existe pas, il n’a jamais existé pour la bonne et simple raison que le genre lui-même n’existait pas. »
[2] Don Quijote, p. 128, nota 26.
[3] ¿Una o dos veces imaginario? Hasta el final del libro Cidi Hamete Benengeli es o bien recurso del autor o bien invención de don Quijote, pero, en las páginas finales (II. 72), tras la muerte de don Quijote, « (…) el cura pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había pasado desta presente vida, y muerto naturalmente ; y que el tal testimonio pedía para quitar que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resusitase falsamente, y hiciese inacabables historias de sus hazañas”. Vale decir que en uno de los niveles de la ficción Cide Hamete se vuelve real, pues tal lo declara indirectamente el cura, que es en la obra asiento de todo lo racional. O que el cura tiene conciencia de que todo lo que ha pasado es ficción, incluso él mismo.
[4] Si esta demostración es insuficiente, podemos agregar que Cervantes duda hasta del nombre de su protagonista, de quien no sabemos si se llama Quijada, Quesada, o de Quejana, como al principio del libro: “Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que de esto no hay acuerdo en los autores que de este caso escriben ; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto poco importa a nuestro cuento, basta que la narración de él no se salga un punto de la verdad”, I. 71, o Quijano, como al final (ver las líneas de la nota anterior).
[5] Los trabajos de Persiles y Segismunda, p. 189
[6] No he tenido tiempo de encontrar la fuente en que leí esto.
[7] En 1984, George Orwell imagina una situación de opresión en que el protagonista, quebrado por los métodos del “partido”, acaba por pensar que dos más dos son cinco si el partido le dice que eso es lo que ha de pensar. Sin embargo, en 1984 no hay homología entre el “doble think” y el relato mismo, que se conforma con la lógica. Vale decir : 1984 denuncia el “doble think”, mientras que las Meninas y El Quijote se instalan en él y se complacen en deplegar las felicidades que nos procura.
[8] Don Quichotte rencontre des personnages qui ont lu la première partie du livre et qui le reconnaissent, lui, homme réel, pour le héros du livre. Le texte de Cervantès se replie sur lui-même, s’enfonce dans sa propre épaisseur, et devient pour soi objet de son propre récit. La première partie des aventures joue dans la seconde le rôle qu’assumaient au début les romans de chevalerie. Don Quichotte doit être fidel à ce livre qu’il est réellement devenu; il a le protéger des erreurs, des contrefaçons, des suites apocryphes; il doit ajouter des détails omis, il doit maintenir sa vérité.” Michel Foucault, Les Mots et les Choses, Paris : Gallimard, 1966, p. 62.
[9] Cabe señalar asimismo que esta problemática se encuentra en una paradoja, la de Russel, que dio lugar a avances considerables en lógica y que podemos presentar bajo su forma borgesiana : ¿debe el catálogo de todos los libros que no se citan a sí mismos, incluirse a sí mismo?
[10] « Un tableau peint plus de deux siècles avant le chef-d’œuvre de Vélasquez, et que celui-ci n’aura pas manqué de voir, qu’il a pu étudier à loisir, puisqu’il figurait alors dans les collections du roi d’Espagne, dont le peintre avait la charge. Ce tableau, dont les Ménines transforment la donnée, n’est autre que le Portrait des Arnolfini, de Jan van Eyck, que j’ai déjà évoqué à propos de la première expérience de Brunelleschi, et dans lequel la porte sur seuil de laquelle se tiennent, un peu en retrait les deux témoins (deux, comme le sont, dans les Ménines, le roi et la reine, ou les deux « Vélasquez »), s’encadre dans le miroir circulaire et convexe qui en retourne l’image. » Hubert Damisch, L’origine de la perspective, Paris : Flammarion, 1987, p. 399-400.
[11] On n’y voit rien, Daniel Arasse, p. 183.