Borges
Octavio Paz
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: « ¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso. »
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.
(Jorge Luis Borges, El Aleph)
En este texto, Borges, imitando el estilo de los cuentos de las Mil y Una Noches, cuenta la historia de un rey imprudente que manda construir un laberinto cuya complejidad y sutileza constituye una ofensa a la divinidad. El monarca será castigado por su osadía.
Las primeras líneas alcanzan para definir al narrador y el género : Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) (…)
El narrador se nos presenta como musulmán y la historia como una tradición oral considerada como verídica por los hombres de fe, cuyo saber, sin embargo, no es absoluto puesto que sólo el de Alá lo es. Este incipit, así como la localización del relato en Babilonia, sitúa al lector en el universo de las Mil y Una Noches.
El narrador no es neutro: “Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres”. Nos preparamos también a entrar en el mundo de la moraleja, del apólogo.
Entre estas dos frases, se nos presentan los prolegómenos de la historia que vamos a leer: el rey de las islas de Babilonia mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que “los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían.”
A continuación se manifiestan la jactancia y la suficiencia del rey de Babilonia, que afrenta a un rey de los árabes, su huésped, haciéndolo penetrar en su laberinto para burlarse de su simplicidad. Con la ayuda del socorro divino, tras una jornada de desesperada errancia, el rey de los árabes hallará la salida y, sin proferir queja alguna, declara que él, “en Arabia, tenía un laberinto mejor y que si Dios era servido se lo daría a conocer algún día.”
El rey de los árabes vuelve con sus ejércitos a Babilonia, “con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey”.
Ha llegado la hora de la venganza, que será irónica, sobria, terrible. Habiéndose internado en el desierto con el rey de Babilonia amarrado a un camello le declara que se hallan ahora en aquel laberinto que le anunciara en Babilonia. El rey de Babilonia, desatadas sus ligaduras, morirá de hambre y sed en el desierto, sin que Dios, esta vez, tenga a bien socorrer al extraviado.
La sofisticación y la jactancia del infiel sucumben ante la sencillez y la fe del creyente y el contraste entre los laberintos de los dos protagonistas es análogo al de sus personalidades; la vana y ostentosa complejidad del artificio en nada puede equipararse a la insondable inmensidad del desierto donde erra un hombre sin fe, un cuerpo deshabitado, por aludir a la obra de Rafael Alberti.
El laberinto del rey de Babilonia, instrumento de la afrenta del rey de los árabes, era asimismo, recordamos, un escándalo, un insulto a Dios. En la venganza que cae sobre el rey de Babilonia se le cobran las dos ofensas: el rey de los árabes que Dios socorriera cuando erraba perdido en su laberinto, aquél que con “venturosa fortuna” venciera a las huestes del rey de Babilonia, se convierte sin duda en el brazo con el cual Dios inflige un escarmiento adecuado al soberbio infiel cuya obra usurpara Sus atributos.
Este relato, en su enjuta brevedad, es de una gran eficacia. Nada ilegítimo habría en leerlo como leemos un cuento de las Mil y una Noches, gozando, sin más, de una fábula bien contada. Sin embargo, cabe preguntarse qué es lo que lleva a un escritor argentino del siglo XX, agnóstico o sólo muy vagamente creyente, y en todo caso en absoluto musulmán ni árabe, a imitar el estilo de los cuentos orientales y a publicar en 1949 una suerte de apólogo que ilustra el poderío de Alá, encomia las virtudes del buen y modesto musulmán y muestra las consecuencias de la soberbia de los infieles.
Fijémonos de nuevo en la venganza del rey árabe. Lo primero que observamos es su magnífica ironía, que permite al rey de Arabia cobrar no sólo los sufrimientos de la errancia sino también los de la humillación de haber sido considerado como un ser simple, primario. Ejecutar sin más a su enemigo hubiera sido, en efecto, un castigo parcial e insuficiente. Sin embargo, no agota esta ironía lo refinado de la venganza: acrecienta su eficacia el escueto y somero anuncio de su probable advenimiento que hace el rey de Arabia al salir del laberinto. Y, recordémoslo, todo esto ocurre en una sola e intensa jornada. En ella, la humillación, la confusión, la imploración a Alá se superponen con una serie de arduas operaciones intelectuales que llevan al rey de Arabia a : 1) identificar lo que constituye la esencia de la idea de laberinto, pasando de lo particular y contingente –un edificio complejo donde la gente se pierde- a lo general y abstracto –situación de confusión en que la gente está perdida- ; 2) a encontrar un lugar apropiado para administrar la demostración de la superioridad de su concepción al rey de Babilonia, pero sin incurrir en el pecado de soberbia y sin desafiar a Dios ; 3) a comprender que podía dilatar el tiempo de su venganza anunciándola con antelación, para lo cual elige unas palabras levemente augurales que aumentarán insidiosa y retrospectivamente el vértigo del rey de Babilonia ante la incesante arena.
Simétricamente, el sufrimiento de este último lo suponemos tan abrumador, tan avasallador como cuidadosa y perfecta es la venganza. Víctima de la sed, víctima de sí mismo, recuerda la seguridad de las palabras del rey de los árabes al salir del laberinto. Comprende humillado y deslumbrado que Algo muy superior a él empezó a fraguar su pérdida desde el momento en que su vanidad introdujo al rey de Arabia en el laberinto, sospecha incluso que el dispositivo era acaso anterior aún, que tal vez su propio laberinto fuera un motivo menor de la trama, de una trama más vasta que incluye desiertos, montañas y ciudades y que es la trama de Dios, cuya misericordia implorará ahora en vano.
Leer este texto como un piadoso apólogo lo oscurece, pues la omnipotencia de la divinidad oculta las vertiginosas operaciones intelectuales que en él se despliegan. Por el contrario, leerlo con nuestro escepticismo las pone de relieve y dilata el alcance del cuento. Leerlo, recordando que su autor es un impenitente creador de artificiosos laberintos literarios es, ¿por qué no? conferirle un tono no desprovisto de algún orgullo veladamente desafiante. ¿No es Borges el rey de Babilonia?, ¿no se burla de sí mismo? Peor aún: el autor suscita confusión y maravilla en el lector recurriendo a un Alá reducido a un mero artificio literario. ¿Apólogo o blasfemia? Ni una cosa ni otra. Nuestro texto carece en realidad de toda voluntad de loar o de denostar. No hay axiología. Lo que la ficción fundamentalmente conlleva, lo que la lectura ha de desentrañar, es el despliegue de una operación cuasi matemática que, como señala con perspicacia Guillermo Martínez en Borges y la matemática, constituye una de las constantes del estilo del escritor argentino : el paso de lo singular a lo general, de lo concreto a lo abstracto.
Cotejar nuestra lectura de hoy con la de gentes de otros siglos y culturas es revelador. Para ello sirve, a ello nos invita, el recurso a un estilo exótico, a una religiosidad que hemos aprendido a cuestionar. El ejercicio, para un lector de Borges, además, era inevitable :
“Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.”[1]
Ficciones, 1944.
[1] En este relato, el narrador comenta la obra de Pierre Menard, cuya empresa mayor y más heroica fuera la reescritura parcial del Quijote.
No es necesario buscar en este relato la trascendencia de lo divino. Por el contrario, en su tiempo, el gran Borges comprendió que podía usar la literatura para criticar la máscara de la religión, tras la cual escondemos las más bajas pasiones humanas.
La justificación de la venganza, personal y despiadada, que utiliza el rey de Arabia es la justificación que todo creyente usa cuando pretende explicar sus actuaciones: yo solo soy un instrumento de algo muy superior.
Borges termina mostrando esa frase que puede tener muchas interpretaciones, una de ellas, la que acabo de exponer.