Mario Vargas Llosa ha proclamado en numerosas oportunidades que la versión de la historia que termina prevaleciendo en el gran público es la de los grandes autores, como Tolstoi, Victor Hugo o Pérez Galdós. Nada nos impide agregarlo a él también a la lista, por supuesto, como cultor de la novela histórica y como Gran Escritor (GE, en lo que sigue) que, también, ha de presumirse que es, habiendo el ilustre peruano, como se sabe, recibido el premio Nobel de literatura. Escuchemos al escritor defender la superioridad del novelista sobre el historiador: https://www.youtube.com/watch?v=qpIotJtJLY8 (min 29.13 a 31.15).
Sentimos vergüenza ajena, claro, antes esta inmodestia, pero, dado el predicamento del escritor, tal vez haya que resignarse a dedicar a estas palabras y a otras análogas un poco de tiempo. Sobre todo, vale la pena interrogarse sobre el servilismo con que se acogen afirmaciones de esta índole.
El enunciado de Vargas Llosa reposa en la ficción romántica de la visión autónoma e inspirada del autor, cuando, con frecuencia, la visión del escritor es sobre todo la de su medio y la de su época. Vargas Llosa, atento lector de Historia y escritor tributario de la ideología que, con ferocidad, ha dominado durante larguísimos años en América Latina, es un ejemplo palmario de ello.
Parece, sin embargo, razonable considerar que nuestras representaciones de la Historia estén alimentadas o dominadas por ficciones, si bien más cinematográficas que escritas, hoy. Y una novela, sí, puede alcanzar una influencia considerable entre quienes la tengan como única fuente de conocimiento, lo que es una situación que puede darse con frecuencia en nuestras clases (soy profesor) o entre quienes crean que se aprende historia leyendo novelas. Es muy posible que mis alumnos no sepan del régimen de Trujillo, del golpe contra Jacobo Árbenz, en Guatemala, o de los machiguengas peruanos otra cosa que lo que descubren en los fragmentos que de La fiesta del chivo, de Tiempos recios o de El hablador les he estado dando. Yo no siempre consigo mostrarles que una ficción no es tanto un vector de conocimiento como un espacio en el que las gentes se encuentran y conversan, de Historia, entre otras cosas.
¿Debe esto preocuparnos? ¿Debe esto preocuparnos, en particular, como docentes?
En principio, sí. Sería problemático que mis alumnos terminasen el año confundiendo ficción y realidad o, quedándose con una narración que, por clara que pueda ser, tiene poco que ver con lo que pasó en realidad y nada con el rigor intelectual de los historiadores.
Aprender la Historia con Vargas Llosa es como estudiarla con una revista ilustrada o de corazón: divertido y no forzosamente inútil. Los personajes son vistosos y sencillos, hay sexo, simplificaciones vertiginosas y el relato, eficaz, es fácilmente recordable. Lo que yo tengo que hacer, creo, es estudiar los textos del Nobel peruano, pero confrontándolos con la realidad o con su descripción razonada, que es la Historia. Esta obligación me parece menos acuciante cuando estudio a García Márquez o a Borges. No es que estos autores hayan escrito fuera de su tiempo, sino que no pasa con ellos lo que pasa cuando leemos una novela que trata de un dictador dominicano llamado Trujillo o de un golpista guatemalteco llamado Castillo Armas.
¿Y fuera del ámbito del aula? ¿Deben criticarse de un punto de vista histórico los libros de Vargas Llosa?
Pareciera que no. Pareciera que hacerlo viniese a ser una prueba de incomprensión profunda de lo que es la literatura y un crimen contra ella. Quien ello hiciere, si me fío de lo ocurrido con algunos libros de Vargas Llosa, será tratado, si tiene suerte, con condescendencia. En todo caso, poca o ninguna crítica de este tipo he encontrado en la prensa durante mis búsquedas para preparar mis clases y sí innúmeros elogios de la maestría del escritor, de sus arduas investigaciones o de lo certero de sus análisis y descripciones.
El escritor, el Gran Escritor, el GE, consigue realizar el prodigio de transmitir la esencia misma de un momento histórico. Donde haya un Vargas Llosa, que se quiten los historiadores. Es lo que entendemos cuando leemos las líneas panegíricas que Tomás Eloy Martínez dedica en El País a La fiesta del chivo en el momento de su publicación:
Hay bibliotecas enteras dedicadas al ascenso y caída del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, dictador de la República Dominicana desde 1930 hasta 1961, pero quien se aventure en la última novela de Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo, podría pasarlas por alto porque este libro es la destilación prodigiosa de todo ese conocimiento.
Fuente: https://elpais.com/diario/2000/04/15/opinion/955749603_850215.html
El autor, completará esta exhortación con unas conclusiones rotundas y oraculares:
El Trujillo que prevalecerá en la memoria de los latinoamericanos es el hipnótico personaje de su novela y no el de las biografías. A veces hay más verdad en las mentiras de la ficción que en las verdades aparentes de la realidad.
Fuente: ibid
Vargas Llosa también ha prodigado afirmaciones de este tipo, pensando acaso que no está de más añadir a los de sus aduladores los comentarios del más insigne de entre ellos, él mismo. O pensándose tal vez moralmente obligado, él también, de defender y enaltecer el gremio de los escritores de novelas históricas al que pertenece.
Lo que Vargas Llosa o Eloy Martínez hacen es ponerse en una situación harto agradable: si incurren en falsedades notorias, invocan los privilegios de la creación. Pero, al mismo tiempo, revindican para sí y para su quehacer los honores de una verdad más profunda que la de los historiadores. Además, cuando los historiadores corrigen a los escritores es con una ruindad propia de sus ingenios apocados y rectilíneos1, no pudiendo, por supuesto, concebirse que el historiador tenga una visión de una época. Por lo demás, el relato simplista de una época no es tal, sino magnífica y artística trabazón de la novela, de la obra de arte. El término trabazón es de Vargas Llosa.
El que los escritores, humanos al fin y al cabo, busquen los halagos y rehúyan la crítica, no tiene porqué escandalizarnos. Más llamativo debería resultarnos la acogida y, como decíamos más arriba, el predicamento de que gozan afirmaciones como las que comentamos. Hay profesores que las repiten con complacencia y diarios que les dan pábulo.
¿Cómo puede ser que El País publique la peregrina afirmación de que Vargas Llosa realiza prodigios? Ver en la expresión una licencia poética no resuelve el problema, porque la sustancia misma de la afirmación que metafóricamente quisiese defenderse es lo problemático.
¿Nos creemos nosotros esas cosas? ¿Se las cree Vargas Llosa? Quiero decir, ¿cómo leemos afirmaciones así? ¿Suspendemos momentáneamente la incredulidad, como cuando, según Coleridge, estamos leyendo una ficción? ¿Y por qué aspiramos tanto todos a que se considere verdadero lo que decimos? Algún día hemos de hablar de la verdad judicial, un enjundioso oxímoro…, pero ocupémonos por el momento de las declaraciones de Vargas Llosa y, sobre todo, de su sorprendente aceptación.
Yo propongo una explicación por círculos concéntricos. Uno, el escritor se ensalza a sí mismo como hacedor de un prodigio inaccesible al historiador. Dos, el profesor (el crítico) hace suya la afirmación, alcanzando así a ser partícipe de una parte de la divinidad. Tres, el alumno (el lector) repite a su vez la afirmación, ganando así prestigio y, también, sacando una buena nota por haber repetido lo asumido colectivamente: como colofón en su disertación sobre realidad y ficción (escribo en Francia, país que adora y enaltece un extraño ejercicio al que se llama « dissertation »), el alumno aventajado citará aquella ocurrente afirmación del Nobel peruano sobre la verdad de las mentiras. Agradecido, emocionado, el docente sonreirá : ¡Ah, dirá, todavía hay alumnos por los que vale la pena luchar!
En esta explicación, todos los actores tienen interés en que se propague el infundio. Todos salen gananciosos. Lo bueno que tiene esta explicación es que no requiere postular el cinismo de Vargas Llosa, ni tampoco una vasta conspiración. Basta con postular la pereza intelectual del escritor, la de sus adláteres y la de sus lectores y, también, acaso, la resignación de quienes perciben la superchería.
Por fortuna, todavía tenemos alumnos indóciles. Aquellos que, cuando se les indica hasta qué punto deben sentirse emocionados de poder leer los textos que ofrecemos a su lectura, se mean de la risa, por traducir, en español castizo, lo que dicen para sus adentros, o cuando hablan entre ellos: Ah, c’est à pisser de rire !
Yo, lo que hago, es declarar con un énfasis excesivo las verdades a la Vargas Llosa. Así, los alumnos tienen en mente lo que tienen que decir en sus dissertations, pero, al mismo tiempo perciben, la ironía y la autoirrisión. A veces no funciona. Muchas veces no funciona. Y tengo que decirles: ¿no me habréis tomado en serio, espero?
La cuestión que se me plantea es doble: ¿qué hacer con Vargas Llosa en clase? y ¿qué hacer con Vargas Llosa en la sociedad? Quiero precisar que no me refiero a cuestiones literarias, sino a la desinformación que suscitan sus libros. Es decir, me refiero a lo que hay que hacer para que la versión engañosa de la historia que promueve el novelista no sustituya a la verdad histórica en las mentes.
Yo veo dos posibilidades.
La primera es reivindicar la necesidad de que las ficciones sean espacios de debate. Esta posición se opone a la que consiste en exigir que los autores establezcan una frontera clara entre realidad y ficción o, igualmente, a la que niega la legitimidad de que un historiador (digo historiador para simplificar, inclúyase aquí a cualquier especialista o a cualquier ciudadano deseoso de argumentar racionalmente) señale las inexactitudes (de detalle o de fondo) de una novela. Vargas Llosa puede seguir escribiendo. También puede seguir diciendo barbaridades. Pero tiene que haber espacios para que se restablezca la verdad histórica por él autor conculcada. A mi entender, tendría que ser esta una reivindicación también compartida por los autores honestos de ficción, que se encontrarán tanto más cómodos cuanto menor sea la posibilidad de confusión entre sus trabajos y la verdad histórica. Dudo que Vargas Llosa la apruebe, ya que el escrutinio de su obra pondría de manifiesto demasiado a lo claro los imperativos ideológicos, los sesgos propagandísticos y las simplificaciones sin fundamento que la impregnan2.
La otra posibilidad es leer a Borges. Pierre Menard autor del Quijote y Tlön, Uqbar, Orbis tertius son ficciones que nos advierten del peligro de que la ficción invada lo real y se vuelva real. Cuando algo así sucede, nos quedamos sin ficción y sin realidad. Cuando algo así pasa nos incumbe a todos, docentes o no, reaccionar. También podemos leer a Lavocat (Fait et fiction. Pour une frontière) o a Schaeffer (Pourquoi la fiction), pero sus textos son demasiado arduos, no solo para quienes gustan de Vargas Llosa, sino también para el mero lector hedonista.
PS: Acaso alguien me sugiera no estudiar a Vargas Llosa en mis clases. Quizás sea lo que que termine haciendo. Pero pienso que también cabe la posibilidad de estudiar sus libros, algunos de ellos, por lo menos, y la recepción que han recibido, como ejemplos de una vasta, de una vastísima producción de desinformación y de deformación de la historia latinoamericana.
1Vargas Llosa califica de rectilíneo al historiador Benito Bermejo, quien revelara la impostura de Enric Marco, un falso deportado: Espantoso y genial
2Demostrar esta afirmación que, por malhumorada que sea, no dejar de ser exacta, me llevaría demasiado tiempo y no creo que sea un trabajo que valga la pena.