Timburbrou, 46 de marzo de 2046
He entregado un informe que minimiza los hechos acaecidos aquel dos de septiembre de 2024 y que atribuye a la autosugestión las turbadoras declaraciones de los antiguos alumnos. Los funcionarios experimentados sabemos lo que se espera de nosotros.
Todo informe falaz o engañoso implica la existencia de otros, que no lo son. He decidido consignar aquí las notas que fui tomando y que tal vez sean útiles algún día para la comprensión del caso. Espero haber contribuido parcialmente a que se entienda lo que pasó, a que se entienda lo que aún, tal vez, esté pasando. Creo que mi jefe aprueba secretamente lo que hago. Nos queda por encontrar, claro, la manera de que mis pesquisas no caigan en el olvido.
Clara Asarta, a quien he confiado mis extraños descubrimientos, me declara, rotunda: es un autoinjerto, un autotransplante, no de tejidos, sino de tiempo. O, si no, añade sin esperar mi respuesta, es que el pasado lo toma prestado a Ricardo varias veces por año porque no se resigna a morir. El pasado se revitaliza con las visitas de Ricardo. Por mi parte, yo sigo buscando soluciones menos aparatosas, menos inquietantes. Temo, empero, que lo que voy descubriendo me lleve a buscar refugio en las intuiciones perentorias y precipitadas de mi amiga.
(…)
En su mensaje de respuesta, el profesor me decía que recordaba minuciosamente aquella clase, a pesar de que hubiesen transcurrido más de veinte años desde que la impartiera.
Los alumnos lo estaban esperando delante de la puerta. Los hizo entrar. Les pidió que pusiesen los teléfonos en las mochilas, que debían dejarse en un rincón del aula. Sobre las mesas no había más que un bolígrafo y la hoja de formato A3 que él había entregado a cada uno.
Pasó lista. Todos los alumnos estaban presentes. Había cierta impaciencia, cierta excitación.
Entregó dos fragmentos cortos, uno de Borges y otro de García Márquez, que reproduzco:
Alguien que nunca fue identificado había metido por debajo de la puerta un papel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los motivos, y otros detalles muy precisos de la confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar salió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho después de que el crimen fue consumado.
Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez, 1981.
Otras facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico: parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe, hallaron una carta que le advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también Julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traición, con los nombres de los traidores.
Tema del traidor y del héroe, Jorge Luis Borges, 1944.
Pidió que se le dijese qué tenían en común las dos historias. No sin dificultad, los alumnos terminaron encontrando la respuesta: en ambos casos se habla de alguien que va a ser asesinado y que no recibe el aviso de que va a serlo.
Los alumnos escribieron un texto inspirado de los fragmentos que el profesor les había entregado. Cambiaban las circunstancias, pero el argumento era el mismo.
***
Ricardo Estero Gómez confirma lo dicho por el profesor.
Han pasado 22 años, pero yo recuerdo la clase como si fuera ayer. Es, en realidad, más que un recuerdo. Varias veces por año la vuelvo a vivir. Cierra los ojos y ahí está, me dice, en el aula, con 17 años. Durante mucho tiempo, Ricardo pensó ser el único al que lo sumergían aquellas reminiscencias. Pero no era así. Poco a poco, nos fuimos dando cuenta de que a todos nos pasaba, a todos los alumnos de la clase, me dijo.
De los veinticinco alumnos que estaban presentes en la clase, cuatro han muerto y siete han desaparecido sin dejar traza. Cinco no han respondido a mis pedidos de entrevista o han declarado no querer hablar conmigo. Me he entrevistado con diez antiguos alumnos y he intercambiados mensajes escritos con otros seis. Los recuerdos son vívidos y precisos. Los relatos coinciden en lo esencial. Todos experimentan las reminiscencias mencionadas por Ricardo.
El dos de septiembre de 2024, el profesor Edmundo Dupré llega un poco antes de la ocho y cuarto, hora del inicio de la clase. Va vestido con sencillez: unos vaqueros, unas zapatillas deportivas y una camisa celeste remangada. Los alumnos lo caracterizan con palabras muy similares. Es un hombre sonriente, bajo y un poco gordo, de cabello corto y cano. Lleva una barba de varios días que no oculta las manchas de despigmentación de su rostro. Saluda a los alumnos y les pide que entren. Les explica su manera de trabajar. Les pide que dejen sus mochilas al lado de su escritorio, con el teléfono apagado dentro.
« Decidí, durante el verano, que trabajaría sobre Crónica de una muerte anunciada, me dice. Pensé, primero, que escribiría en el pizarrón la fecha del dos de septiembre de 2051, y que, cuando los alumnos me señalasen el error, yo insistiría diciendo que, a partir del momento en que habían franqueado la puerta, se situaban en el día dos de septiembre de 2051 y que el trabajo del día consistiría en contar la clase a la que habían asistido el dos de septiembre de 2024. De consultar sus teléfonos, lo que, por supuesto, no podía hacerse durante la clase, lo verían. Este ejercicio debía situar a los alumnos en una perspectiva temporal similar a la del libro, en el cual, como usted quizás sepa, un amigo de Santiago Naser reconstituye los hechos 27 años después de que sucedieran. Contar desde el futuro o desde el presente son operaciones que, en lo esencial, es decir, en lo lingüístico, no difieren. El presentar el tiempo como un espacio es algo que yo solía hacer para explicar por qué a veces se usa el verbo estar para indicar la fecha (estamos a 7 de marzo) y otras veces el verbo ser (hoy es 7 de marzo). En el primer caso, consideramos el tiempo como un espacio y los días como la sucesión de casillas en un juego de parchís, mientras que en el segundo caso estamos definiendo un día. Cuando se busca definir algo, se emplea el verbo ser, he indicado a menudo a mis alumnos.
Desistí, sin embargo, porque me parecía demasiado audaz y, también, inapropiado, intentar que mis alumnos contasen desde el futuro una clase que aún no había tenido lugar. Descarté otras ideas, como la de que se escribiesen a sí mismos en el futuro, contándose la clase; usted me dirá si desea que las mencione. »
Después, le dije, temiendo que se alejase demasiado de los hechos relatando todas las clases que hubieran podido ser y no fueron.
No se produjo nada inhabitual durante esa clase, concluyó el profesor de manera un poco abrupta, tal vez decepcionado o irritado por el escaso interés que yo manifestaba por todas sus clases posibles.
Como le digo, agregó Dupré tras un silencio un poco molesto, los alumnos identificaron lo que los dos fragmentos tenían en común y, a continuación, escribieron un párrafo inspirado de uno de los fragmentos que le he transmitido, o de los dos.
Los relatos de los alumnos coincidían con el del profesor. No había pasado, durante la clase, nada digno de mención, nada que explicase la singular persistencia de su recuerdo.
Los archivos del profesor Dupré contienen los veinticinco textos que sus alumnos escribieron. Nada en ellos llama la atención. Se percibe que los alumnos se divirtieron realizándolos, pero no dejan de ser meros ejercicios escolares. Los algoritmos de mi amigo Pascualo Destuerto, capaces de descubrir singularidades textuales invisibles para el lector humano, tampoco encuentran nada significativo. Durante la clase siguiente, los alumnos escribieron la carta no leída, aquella que anunciaba la conspiración y, certeramente, la muerte de su destinatario.
***
Clara es impetuosa. Compagina esa tendencia con una asombrosa paciencia cuando trabaja con los archivos. Me llamó dos días después de nuestra conversación para decirme que el Instituto de Timburbrou había albergado una célula de investigación periodística formada por alumnos. El profesor Dupré la había animado entre 2019 y 2024.
El número de artículos sobrepasaba los mil. Las investigaciones no se terminaban nunca. Las generaciones de alumnos se transmitían los temas unos a otros. Hubo líneas de investigación que permanecieron abiertas durante más de treinta años. La célula de investigación recibía documentos valiosos y, a menudo, confidenciales. Jocosamente, la célula afirmaba que provenían de mundos paralelos. La célula de investigación organizaba talleres literarios que consistían en completar, gracias a la ficción, lo que sus pesquisas no habían podido esclarecer. Clara me dice: tómate en serio lo de los mundos paralelos, tal vez no sea una broma.
En una declaración que encontré en los archivos, un borrador, acaso, la célula de investigación afirmaba que la ficción era, para ella, una manera de hacer avanzar sus investigaciones y, sobre todo, de hacerlas conocer. Parece que también hubo alguna representación teatral callejera.
Recordé el argumento de Tema del traidor y del héroe. El asesinato de Kilpatrick es, además de un asesinato, una vasta representación teatral. Yo había recibido el encargo de escribir el informe después de que varios exalumnos describieran síndromes neurológicos asociados con las reminiscencias de una clase transcurrida 22 años atrás. En el relato de García Márquez, el narrador reconstituye un asesinato acaecido 27 años antes. Supe, o pensé saber, porque nunca sabemos nada cabalmente, que todo era una farsa, un ejercicio escolar iniciado años atrás realizado ahora por un grupo de alumnos de pelo gris junto con un bromista profesor de cabeza cana.
Volví a ver al profesor Dupré. Le pedí que me hablara de aquellas clases que él hubiera podido dar y no dio. Pensé que si le sometía mi sospecha de que había organizado una farsa, él lo negaría todo. Yo no tenía pruebas de algo que no era más que una convicción íntima.
«Mire, me contó, el problema que yo tenía, era que los alumnos aprendían una conjugación y, una semana después, la habían olvidado. Un día en que me hallaba cansado tras haber dormido mal la noche anterior, me enfadé y obligué a la clase a escribir una carta a quienes ellos habían de ser cuarenta años después. Cada alumno se disculparía ante su futuro él (o su futuro sí) por no haber prestado atención a lo que se hacía en clase, lo que tendría por efecto que no hubiese podido sacar aquel puesto tan bueno que requería el conocimiento del español y que, de haberlo obtenido, le hubiese puesto el pie en el estribo para obtener la estupenda carrera con la que soñaba. El resultado de aquella tarea malhumorada fue bastante sorprendente. Dialogar con quienes ellos habían de ser parecía situar a los alumnos en disposiciones favorables para aprender».
De aquella inusual práctica pedagógica surgió el compromiso de reunirse 25 años después para volver a leer las cartas que, siendo jóvenes, los alumnos se había escrito a sí mismos. Para dar más solemnidad al compromiso, se dejaron de lado los ordenadores: las cartas serían manuscritas y el profesor Dupré las conservaría. Nos encontramos dentro de tres años, dijo el profesor.
Y, luego, cuando ya me iba, con las voz cambiada y casi irreconocible, abrupto, Durpré me espetô: Deje de investigar, no siga.
¿Por qué, Dupré?, le contesté con dureza.
El profesor hizo un gesto ambiguo y cerró la puerta.
No le hice caso. Descubrí que Dupré había dejado su puesto de docente después de haber sido acusado de apología del terrorismo por haber establecido una relación de causalidad entre la opresión de los palestinos y los ataques del Hamás del 7 de octubre de 2023. Dupré había escrito al fiscal para acusarse de algo de lo que se sabía inocente. Buscaba mostrar que el recurso desmesurado a la infracción de apología del terrorismo ponía en peligro la libertad de expresión.
Al día siguiente, encontré una carta amarillenta en mi buzón que anunciaba el asesinato de Santiago Naser.
Volví a ver a Dupré. Yo le dije, murmuró, mientras me devolvía aquella hoja frágil como si le quemase los dedos.
Volví a casa y me senté en la mesa de la cocina. Mire por la ventana y tuve mi primera reminiscencia. No me sorprendí. Pronto supe cómo convocarlas.
Mientras estoy en aquella clase, tengo la impresión de ser invisible. Soy yo, el hombre adulto, y el chico que fui. Conservo mi lucidez. Lo observo todo. Investigo. A veces parece que se van a dar cuenta de mi presencia, pero, en realidad, puedo desplazarme sin impedimentos y hurgar por donde quiera.
***
Dupré no se sorprendió de verme.
Observé su salón, limpio y austero, casi vacío, como si lo viese por primera vez.
En 2015, empecé a recibir documentos. Una o varias personas, que decían vivir en un mundo paralelo, me mandaban documentos comprometedores para empresas y para diferentes Estados. Yo empecé a publicarlos, no sin antes haber informado a los diferentes Estados y empresas de que iba a hacerlo, ofreciéndoles la posibilidad de que me transmitiesen los comentarios que estimasen oportunos. Un grupo de alumnos reanimó una célula de investigación que existía en la escuela, creada en colaboración con un diario local ya desaparecido, y empezó también a difundir los documentos, a veces antes de que yo los hubiese recibido.
Algún tiempo después, empecé a recibir objetos, como la carta que usted me mostró.
Y, por último, se produjo la entrada. Lo que yo llamo La Entrada. Esa clase que todos recordamos.
Ni Ricardo, ni ninguno de los alumnos que usted entrevistó se lo ha dicho, pero lo veíamos. Usted no era invisible. Lo veíamos hurgar, inspeccionar los cuadernos, abrir las mochilas. Cada vez que nos tocaba veíamos un trozo de su existencia, y también su muerte.
Lo miré fijamente.
Hoy es el día, Santiago, ya no hay nada que hacer. Mañana volveremos a ser libres. El recuerdo de su muerte futura dejará de perseguirnos. Y esperamos que el universo paralelo también deje de hacerlo. Usted se va para el otro lado, quizás eso les alcance. No sé por qué nos eligieron, no sé por qué lo eligieron a usted.
No se preocupe por el informe; ya estaba escrito. Lo hicimos en clase.