Acabábamos de terminar un viaje y estábamos en un bar de Reykjavík, tomando una cerveza antes de despedirnos, disfrutando ese instante en que podíamos conversar solos, sin la nube de turistas apasionados que en la promiscuidad de quince días de tiendas de campaña y marchas no había cesado de hacernos preguntas exigentes. Yo era guía y, cuando podía, organizaba viajes a los que invitaba a un especialista de un tema, un joven investigador universitario sin muchos fondos en general, que aceptaba acompañarme a cambio de que nosotros asumiéramos sus gastos. Durante el invierno, me dedicaba a leer publicaciones científicas relacionadas con Islandia y escribía artículos de divulgación basándome en ellas. Las publicaciones de Ricardo sobre la ecología de las aves migratorias del Ártico me habían interesado y las había citado en uno de mis artículos. Me puse en contacto con él y rápidamente llegamos a un acuerdo. Ricardo llegó en el mismo avión que los turistas, de modo que nuestras conversaciones fueron sobre todo técnicas. Sin embargo, la posición particular que ocupábamos ambos en la pequeña sociedad aislada que componíamos los quince turistas, el chófer y nosotros dos en la soledad de las montañas islandesas fue cimentando una amistad en la que parecían naturales las confidencias que me hizo.
Yo, ahora, me reprocho no haberme comportado realmente como un amigo. Yo sabía que no nos volveríamos a ver. Eso era lo que me gustaba de mi modo de vida: el gozar durante dos semanas de amistades intensas y profundas con la certeza de que después otras amistades borrarían a lo largo del verano a las anteriores y que en el mes de septiembre, cuando empezaba a nevar en las altas tierras, las voces de mis amigos se apagarían poco a poco en la larga noche del invierno islandés. Mis amistades no eran insinceras, eran efímeras. Pero auténticas. Yo creo incluso que sin su brevedad prevista y organizada, nunca hubiesen podido serlo tanto, ni tan intensas. Ahora, que los años han pasado, nadie me conoce. Los que se cruzan alguna vez con mi vida creen que ha sido solitaria. Se equivocan, ha estado poblada de amigos cuyos rostros se han desdibujado en la memoria y cuyo olvido he organizado de manera más o menos voluntaria.
Pero volvamos a Ricardo. Creo que me comporté mal. Yo creo que eso se debió a que en aquel momento ya habíamos salido un poco de los márgenes acotados que yo otorgaba a la amistad. Nada nos obligaba a estar donde estábamos. Yo hubiese podido estar en mi casa refugiado en ese silencio que ansiaba con ahínco entre dos viajes, durante esos dos días en que nadie me miraba, en que ninguna mirada de turista llegado con la intención previa y fervorosa de que su guía fuese alguien fuera de lo común, se posaba en mí para transformarme, contra toda evidencia, en lo que no era. Reconocer mi trivialidad hubiera vuelto difícil justificar los montos importantes que habían pagado para realizar el viaje. Ahí estaba, pues, conversando con él, en un bar, tomando una cerveza. Comportándome como si pudiésemos ser amigos en el mundo real, como si fuésemos a volvernos a ver o a escribirnos. Ahí se produjo mi traición, ahí, por una vez, no fui sincero. Ricardo me habló de su compañera brasileña, que una crisis mística había arrojado a los brazos de una suerte de secta, haciendo que abandonase una carrera de solista, la cual, aunque difícil, se anunciaba auspiciosa y protegida de la miseria por una herencia oportuna. Los ojos de Ricardo se humedecieron. Pero enseguida se sobrepuso. Y me habló de otra cosa. Yo le hice una pregunta sobre su compañera, no teniendo en cuenta su voluntad de no llevar más lejos las confidencias ¿Por qué esa pregunta insistente? ¿Por qué no respeté su voluntad implícita de no hablar más del tema? Yo creo que lo que pasó fue que a mí a veces me costaba asumir mis amistades episódicas y, de vez en cuando, como luchando conmigo mismo, cediendo a la presión social que nos dice que tenemos que tener amigos fieles de muchos y largos años, yo buscaba amistades aparatosas, visibles, prolongadas. En realidad, esas pretensiones no iban nunca más allá de algunos días, y después las cosas volvían a la normalidad. La amistad de Ricardo hubiera sido una de esas amistades que, en mi manera de ver las cosas, era de buen tono ostentar, pero que yo, en el fondo, no aspiraba a conservar.
Tres años después, realicé un viaje similar con Sherley, una ornitóloga inglesa que conocía a Ricardo : el de los ornitólogos especialistas de la ecología de las aves árticas es un mundo muy pequeño. Durante nuestro viaje común, Ricardo me había contado anécdotas de sus viajes de investigación. En una de ellas intervenía un oso polar, en otra, la canoa desde la que observa un acantilado se volcaba. Supe, por Sherley, que esas anécdotas no eran del todo exactas, supe que Ricardo las había embellecido. Pensé que tal vez él también se hubiese o me hubiese traicionado en aquel momento en que me contaba la historia de su compañera brasileña. Elena se llamaba, un nombre que nunca olvidé. Curioso que ese nombre no me desapareciese de la memoria, en general no recuerdo los nombres. Muchas veces tardo en aprender los nombres de mis turistas. No me importan. No me importan las personas, sólo su amistad. Los nombres sirven para después, para cuando uno quiere guardar a alguien en el recuerdo. Durante los viajes, nos hablamos directamente, el tú basta. Yo creo que también él buscaba algo que iba más allá de nuestra amistad o de la pena que le causaba la deriva de su compañera. Yo creo que quería terminar algo, redondear una historia, como si el contármela en las circunstancias en las que nos hallábamos le fuese a conferir una realidad mayor. Yo creo que no sólo los turistas venían con una idea preconcebida y dispuestos a obligar al mundo a no desmentirla. Ricardo también. Ricardo quería rememorarse en su historia nuestro viaje, su amor perdido, nuestra amistad. Pero él se detuvo. Entendió con una lucidez intuitiva que yo no podía ser aquél que él había estado configurando. Percibió la ausencia de emoción, el escrutinio al que yo lo sometía, el carácter forzado de mis preguntas.
Muchas veces he pensado en lo paradójico de aquella situación. Una joven música aspirada por una crisis mística que se aleja de los brazos de un muchacho con el que podría haber sido feliz y fundar una familia. El muchacho me cuenta la historia en aras de una amistad incipiente pero auténtica, pero a él le importa menos su compañera que la historia o la imagen de sí que se va construyendo. Yo, que no tolero que mis amistades se extiendan más allá de quince días, estoy en el límite en que puedo dejar hablar mi empatía. Nadie es sincero, o los tres lo somos. En todo caso, los tres somos presas de algo que nos sobrepasa, somos como marionetas en manos de unos titiriteros indiferentes, que nadie quiere ser, así que tenemos que terminar tirando los hilos nosotros mismos. En otras épocas, había gente que se ocupaba de lo que los fieles, los militantes o los ciudadanos debían pensar. Ya no es así. Ahora parece que todo funciona solo.
Sherley había conocido a Elena. Se habían visto en Londres, donde Elena se perfeccionaba después de haber obtenido una beca muy deseada. Ricardo viajaba con frecuencia para visitarla. Después de la sesión inaugural de un congreso al que Ricardo había sido invitado, cuando Ricardo, Sherley y otros compañeros tomaban algo en un bar, Elena llegó con su violín bajo el brazo. Sherley y Elena habían conversado mucho y habían quedado en volver a verse. Después del mail de Ricardo en que le hablaba de su preocupación por la evolución de Elena, Sherley no había vuelto a tener noticias de su amiga.
Al año siguiente, en 2004, encontrándome en Francia, decidí asistir a un seminario de especialistas de ecología polar. Me dije que sería más fácil elegir a mis futuros acompañantes si los podía ver, el mail tenía a veces sus inconvenientes: en uno de mis viajes había tenido la desagradable sorpresa de que el ornitólogo sufría de vértigo ; en cuanto el relieve se volvía algo escarpado, las marchas se convertían en penosas sesiones -también, sin duda, en memorables sesiones- en que el grupo entero intentaba arropar a aquél que, se suponía, debía secundarme. No era que pensase poder detectar un problema de vértigo en una persona que hacía una presentación del ciclo reproductor del monaguillo en un aula universitaria, pero me tranquilizaba el tener una impresión física de las personas con las que me iba a encontrar en las zonas de difícil acceso a las que íbamos. Ricardo era uno de los participantes. Nos saludamos. Tuve la impresión de que no conseguía situarme muy bien, de que buscaba saber de donde me conocía sin lograrlo. Me pareció perdido, cansado, desmejorado. No presentó ninguna ponencia. En los cuatro años que distaban de nuestro encuentro no había visto ningún artículo de él, cuando antes era muy productivo. Lo vi alejarse bajo la lluvia de aquel París invernal y volví a reprocharme mi comportamiento en la luminosa Reykjavík del mes de junio. Habrá sin duda quien se extrañe de que una indelicadeza insignificante me pueda perseguir así, durante años. Yo sé que es ridículo. Pero es así, eso ha sido una constante en mi vida, o más bien de mi vida de adulto, hay cosas insignificantes que se me agigantan en la mente. Entre el momento en que Ricardo da a entender que no quiere seguir hablando del problema de su compañera y mi pregunta quizás hayan transcurrido dos minutos. Son incontables las veces en que he vuelto a ese recuerdo, son horas las que he dedicado a evocar la escena.
Otro recuerdo relacionado con Ricardo se apodera una y otra vez de mi mente. En realidad, no sé si se trata realmente de un recuerdo o de una de esas escenas que nuestro cerebro construye para luego catalogarlas como recuerdos porque su existencia le es indispensable para su equilibrio presente. Estamos en Landmannalaugar, una zona volcánica activa donde abundan las fumarolas, unas emanaciones de vapor cargadas con gases, compuestos a menudo de azufre. Yo he explicado al grupo que esos gases se depositan en concreciones en las piedras y las recubren en poco tiempo con una capa amarilla. Una y otra vez veo a Ricardo subir hacia la colina en que me encuentro tras haberse alejado unos minutos. Le pregunto adonde fue y él me contesta que ha depositado una piedra en una grieta para volver dentro de unos años y verificar mis afirmaciones. Le pregunto cómo hará para volver a encontrarla. Me contesta, con una sonrisa, que está al lado de la pata de mi rinoceronte macho. Junto a la piedra ha dejado un lápiz USB con sus últimos descubrimientos científicos, quiere que la sabiduría que surge de las entrañas de la tierra los enriquezca. Nos reímos los dos. A los turistas les gusta que uno encuentre formas singulares en los campos de lava.
El cerebro humano tiene tendencia a ver formas familiares en el caos que lo rodea. Durante años, miles de personas creyeron ver en una mancha de humedad de un muro de una ciudad estadounidense la silueta de Jesucristo. Una alucinación similar, aunque más efímera: en otra ciudad del mismo país, cientos de transeúntes de origen hispano se prosternaron durante un día entero ante la mancha de un helado en una acera que ellos identificaron con la imagen de la virgen María. La naturaleza tortuosa de las lavas islandesas junto con su permanencia -muy superior a la de una mancha de humedad o a la de un helado en una acera- es particularmente favorable a esas fantasías. Las historias y leyendas que explican tal o cual forma por la petrificación de un trol abundan en el folclor local. Ese tipo de historias menudean también en las explicaciones de los guías. Mostrar una formación curiosa de un campo de lava y contar la leyenda que la acompaña en el acervo islandés es una garantía de éxito en la construcción del personaje de guía compenetrado con su entorno que debemos constituir en dos semanas. Yo siempre agregaba a los relatos mis propias creaciones, explicando que la actividad secular de invención de historias perduraba aún entre los islandeses. No considero que mintiese : mis historias, contadas a compañeros míos, tuvieron cierta difusión. Y aun cuando no hubiese sido así, siempre cabía la posibilidad de que más tarde se produjera y difundiese la visión. Además, yo, lo único que decía era que la costumbre perduraba. Y alcanzaba con considerar que yo estaba contando ante ellos la historia para que fuera cierto lo que decía: un islandés (alguien por lo menos que vivía entre ellos desde hacía muchos años) seguía contando historias inspiradas de las formas improbables de la lava. Siendo guía joven y aplicado, yo buscaba ansiosamente las formas de las leyendas, prohibiéndome situarlas si no tenía la confirmación de un islandés auténtico de que la barca de la mujer trol era exactamente el pedazo de lava que tenía ante mis ojos. Después intuí que a nadie le importaba que fuera en tal o cual lugar donde el sol había sorprendido a la pobre trol. Me di cuenta también de que a menudo una misma leyenda se concretizaba en lugares diferentes, así que poco a poco me fui contentando con lo verosímil sin cansarme en buscar lo confirmado. Cuando Ricardo hizo aquel viaje conmigo, yo había llegado hasta el punto de improvisar leyendas delante de un campo de lava. Decía cualquier cosa. Los turistas, ávidos de almacenar recuerdos inolvidables, se convencían de que veían lo que yo indicaba. Alcanzaba con que la formación estuviese bastante lejos y perdida en medio de un inmenso campo de lava.
Los rinocerontes de los que hablaba Ricardo era una forma de lava donde, me cito, dos rinocerontes se entregan a una ardorosa copulación milenaria. Yo explicaba que esa visión reflejaba la manera a veces insolente y algo irónica, aunque siempre cariñosa, en que los islandeses volvían a sus tradiciones. Cuando alguna mujer me gustaba, la búsqueda de los rinocerontes justificaba que yo acercase mi cabeza a la suya para guiar su descubrimiento.
Yo siempre he pensado que en un país sin caminos y en el cual es a la vez fácil y peligroso perderse, el atribuir historias a los accidentes del relieve permitía memorizarlos. Yo, guía dotado de mapas y de GPS, repartía historias de manera irresponsable. Al no estar presente en mi mente la necesidad absoluta de volver a encontrar los lugares donde se encarnaban mis visiones, los olvidaba de un viaje para el otro. Ricardo, con sus burlas, hizo surgir en mí la caprichosa necesidad de volver a encontrar el lugar exacto de la copulación pétrea y, más difícil aun, la de encontrar el pie del rinoceronte macho. Lo que me podía ayudar era la existencia de una fumarola, pero éstas a menudo cambian de lugar cuando tal o cual conducto por el que se evacuan los gases se obtura.
Durante los viajes siguientes, cuando llegaba a Landmannalaugar y tras haberme ocupado de los quehaceres del campamento, salía a buscar la piedra de Ricardo, aprovechando las noches claras del verano islandés. Era una mezcla de juego y de ritual. Yo me decía que no era una obsesión. Pero ansiaba encontrar la piedra de Ricardo y su lápiz USB.
Al principio, las siluetas con las que me cruzaba en mis paseos crepusculares o cuando pasaba por aquellos campos de lava con mi grupo no me extrañaban. Pero muy rápido empecé a mirarlas con recelo. El turista no vagabundea así en un campo de lava. El geólogo tampoco, que toma sus muestras y se va.
Los informes que los turistas enviaban a mi patrón después de los viajes fueron cambiando. Seguían siendo elogiosos, pero indican que me fui volviendo más parco. En la época del viaje de Ricardo se menciona mi entusiasmo y mi conocimiento de la cultura popular, de las leyendas de cada rincón de la lava islandesa. En los veranos siguientes soy más lapidario, reservado y técnico. La erudición geológica sustituye a las historias. Hablo de los hermosos colores que la cristalización esconde en los pedazos de lava. Hablo también de la colonización por la vegetación de esos suelos minerales, de las plantas cuyas raíces móviles les permiten no ser arrancadas por la dureza y la inestabilidad de la lava, de los hongos microscópicos que proliferan al calor del basalto y de las guerras químicas a las que se entregan las colonias de líquenes. Ya nadie encomia mi conocimiento de las leyendas populares.
Las siluetas de mi campo de lava me ignoraban. No sabían quien era yo. Y yo sentía que no debía desvelarme. Empecé a observarlas a distancia, con los prismáticos. Eran en general jóvenes, a menudo rubios. El que hubiese una sola carretera y un solo refugio y el que yo conociese a los que trabajaban en él, a los conductores y a otros guías hizo que pudiese hacerme con algunas informaciones. Durante todo el verano, durante la época en que la nieve no cubría el campo de lava se los veía recorrerlo. Viajaban solos o en grupos de dos. Se quedaban unos diez días y después aparecía otro grupo.
Yo no quería que me identificaran, lo que inevitablemente se hubiera producido si yo hubiese sido el único “turista” en actuar como ellos. Empecé a ensalzar entre los turistas los paseos crepusculares y solitarios en aquel campo de lava. Volvía a las andadas. Dije que un amigo islandés me había contado que en su familia de granjeros se repetía de generación en generación que en aquella zona se había refugiado el espíritu de Njáll, un famoso héroe de saga islandesa y que a veces se les aparecía a los caminantes solitarios. Declaré mi suposición de que las siluetas que veíamos errar por el campo de lava habían oído hablar de esa tradición y que buscaban el espíritu de Njáll. Comenté que los que no eran supersticiosos no tenían porqué prohibirse el gozo de un paseo silencioso y solitario por el campo de lava en el momento en que las sombras del crepúsculo, jugando con las formas caprichosas de la lava, dan nacimiento a una población innúmera de criaturas fantásticas. Gracias a mis palabras, yo podía disimularme entre mi quincena de turistas, prolongar la búsqueda y observar discretamente a mis competidores. Difundí la idea de los paseos vesperales entre otros compañeros. Todas las tardes, durante los veranos, unas cincuenta personas erraban por aquel campo de lava desolado. En 2012, tras años de búsqueda, yo había encontrado un reloj, una cruz, y lo que constituía el orgullo de mi actividad de buscatesoros, una fíbula fabricada en no sé qué establecimiento chino que imitaba a la perfección las que llevaran en sus tiempos con orgullo las mujeres vikingas. Todo perfectamente herrumbrado por los vapores sulfurosos de la actividad geotérmica.
–Soy Elena. La voz, suave y firme me llegó mientras, con la mano derecha hundida en una fisura, hurgaba en las entrañas de la tierra. Saqué no sin trabajo el brazo de la grieta, me di la vuelta y vi a una de mis turistas.
–Soy Elena, repitió, la Elena de Ricardo. Vení, agregó.
Sentí resurgir mi infancia argentina, recordé la casa de los tíos, en aquella zona de geografía incierta en que el español y el portugués se entremezclan. Recordé el calor, los cultivos, la selva y la tierra ubérrima. La seguí.
Ricardo había caído entre las manos de una secta, no ella, durante el viaje que habían efectuado a Brasil para que su compañero conociese a sus padres. La fe le había durado seis meses. Cuando yo lo invité, ya estaba saliendo de su rapto místico, pero había preferido contarme la historia como si le hubiese pasado a otro. Cuando se alejó, durante nuestro primer viaje, llevaba en los bolsillos el lápiz USB y la cruz que había recibido cuando fue aceptado como miembro de su iglesia evangelista. Tenía que elegir entre su carrera de científico y la de siervo del Señor, o algo así. Ricardo enterró la cruz y conservó sus escritos. Se puso de nuevo en contacto con Elena, y la pareja se volvió a formar. Ricardo consiguió un puesto de profesor de ciencias naturales en el instituto de enseñanza secundaria de Mijas, un pueblo de Andalucía, en la provincia de Málaga, lo que le dejaba un poco de tiempo para seguir con sus investigaciones.
Empezó entonces un hostigamiento sordo que fue volviéndose cada vez más insoportable. La iglesia exigía la vuelta de la oveja descarriada o a su defecto la devolución de la cruz, que, pregonaban, había sido fundida con los clavos de Cristo. Ricardo explicó cómo y donde la había abandonado. De ahí, la presencia de aquellos jóvenes que recorrían mi campo de lava durante los veranos.
Elena me preguntó si había encontrado la cruz.
Le dije que sí, que creía que la tenía en casa.
Elena nunca agarró el avión de vuelta. Le mandó por paquete la cruz a Ricardo, que la entregó a sus acosadores. Le dijo a Ricardo que no volvería, pero no le dio detalles.
A veces, mientras tomo mate con Elena en la casa de los tíos, que he heredado, pienso en Ricardo, del que no hemos vuelto a tener noticia. A veces, sueño que, como un colérico Menelao, viene Ricardo a reivindicar a Elena.
– Pero nunca pensé que vendrías, Ricardo, nunca pensé que volverías a mezclar los hilos de nuestras historias. Ahora es demasiado tarde, Ricardo, déjanos morir en paz. Yo te traicioné, pero vos también, tú también, Ricardo, tú también.