“Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.”[1]
Ficciones, 1944.
[1] En este relato, el narrador comenta la obra de Pierre Menard, cuya empresa mayor y más heroica fuera la reescritura parcial del Quijote.
Este fragmento forma parte del cuento Pierre Menard autor del Quijote, del escritor argentino Jorge Luis Borges. En él, un supuesto ensayista, presentándose como amigo del novelista Pierre Menard, reivindica la memoria del fallecido escritor y defiende su obra, de la que forman parte, sorprendentemente, dos capítulos del Quijote. En efecto, Pierre Menard se ha impuesto la tarea imposible de volver a escribir el Quijote ; no de copiarlo, sino de encontrar él mismo, palabra por palabra las que escribiera Cervantes en el siglo XVII. Una vez admitido el éxito parcial de esta inverosímil hazaña, el narrador-ensayista pasa a comparar algunos aspectos de las dos obras. En nuestro fragmento se efectúa dicho ejercicio con las líneas siguientes :
“la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.” [1]
Con serena desfachatez, el narrador-ensayista cita el pasaje :
“la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.”
atribuyéndolo a Cervantes y dando su fuente : Don Quijote, primera parte, noveno capítulo ; para luego volver a citarlo, sin referencias, y atribuirlo a su amigo.
Cotejar las dos obras es revelador, nos dice el narrador-ensayista, que señala dos diferencias manifiestas en el pasaje que nos ocupa según a quien se lo atribuya : una en lo referente a su significado y otra en lo referente al estilo. Así, mientras que bajo la pluma de Cervantes la afirmación de que la verdad es la madre de la historia es un mero elogio retórico, bajo la de Menard, que escribe en la época de William James[2], estas palabras son una atrevida definición subjetivista de la verdad histórica, que viene a ser lo que juzgamos que sucedió, no lo que sucedió. El contraste es asimismo “vívido” en lo que se refiere a los estilos : arcaizante y afectado el del francés, desenfadado el del español.
El relato de Borges se apoya en una constatación muy sencilla : el significado de un enunciado puede variar si varían las condiciones de su enunciación o la identidad de su emisor. Esto, en sí, es una banalidad, que podría simplemente conducir a preconizar un estudio de la literatura que integrase las condiciones de su elaboración. Pero no, la sorprendente conclusión que se desprende del relato es que en vez de leer o escribir nuevos libros podemos multiplicar los ya existentes atribuyéndolos a autores que no los escribieron originalmente y proceder a su análisis. En esta concepción, lo que importa realmente no es la « verdad » del mensaje de un libro, sino la lectura que de él efectuamos. A lo que asistimos aquí es a una reivndicación de la primacía del acto de lectura sobre el de la escritura, del pincipio del placer sobre el de la verdad, del goce sobre el análisis sesudo. O sea, que con la literatura podemos hacer lo que nos dé la gana[3] [4]. La literatura puede burlarse de todo y también de sí misma. De hecho, la defensa de esta manera de ver la literatura, por la que a menudo Borges ha abogado seriamente, se efectúa de manera paródica, llevando sus consecuencias hasta los límites más absurdos. Borges defiende sus posiciones al tiempo que las desconstruye y, distorsionando el género del ensayo, llega al cuento fantástico y a una demostración de lector hedonista e irrespetuoso que reside no en axiomas razonables sino en el placer y la risa[5] con que nos sacuden las líneas por él escritas. Coherentemente, su demostración es una casuística jocosa e impertinente que no esconde su carácter arbitrario, perentorio y pedantesco[6].
El humor se instala a través del desparpajo y de la asombrosa certidumbre de que hace gala el narrador-ensayista al considerar la obra de Menard, como si no se le fuese ocurrir a nadie dudar de la existencia del imposible Quijote de Menard : « Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes », nos dice, cuando no, no lo es en absoluto. Del mismo modo, el « en cambio » que opone las dos citas es deliciosamente absurdo, cuando se trata de comparar dos objetos perfectamente idénticos… Al mismo tiempo, el personaje es tan estrafalario y su hazaña tan inverosímil que es inevitable comprender que Pierre Menard no existe. El narrador-ensayista mismo, en cierto modo, lo reconoce al no dar la fuente de las líneas de Menard, mientras que las de Cervantes llevan la suya[7].
Ahora bien, lo que Borges plantea con este relato no se limita a la esfera puramente artística o estética. No cabe, en efecto, atribuir al azar la elección de las líneas que se cotejan y que van a extender el subjetivismo de lo literarario al, en principio, estudio objetivo de la realidad pasada. Así, del cuestionamiento de la pertinencia de una verdad literaria objetiva pasamos al más atrevido de la existencia de una verdad histórica objetiva. Y este cuestionamiento roza el desafío, si tenemos en cuenta que se está efectuando en un texto literario y a partir de disquisiciones contenidas en una novela. En este contexto, las referencias a filósofos y ensayistas, en el caso de nuestro fragmento a William James, ejercen un « efecto de ensayo » en lo que, en realidad, es un texto radicalmente literario.
En principio, juzgamos un ensayo por su pertinencia, por lo penetrante de sus juicios, por su adecuación a la realidad bajo alguna de las formas que ésta toma. El texto literario, en cambio, puede evaluarse a partir del goce estético que nos suministra. En él, lo irreal, lo subjetivo, lo contradictorio no son de por sí motivos para rebajar su valor. Borges se apodera del ensayo, y lo utiliza con descarado pragmatismo a fines literarios, practicando sin complejos la atribución apócrifa y la invención, exigiendo de su lector una mansedumbre de lector de literatura ante un texto que toma la forma del ensayo : falso ensayo y verdadero relato fantástico. Sin embargo, si bien la empresa es claramente literaria, nos permite vislumbrar que aún en lo que consideramos como juicios objetivos se desliza una parte de subjetividad y sospechar que el conocimiento humano no pude desprenderse del todo de esta última[8].
[1] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, 1978, Castalia, página 145.
[2] Nota provisional. William James affirme que la vérité est relative aux procédures de vérification expérimentale, à la communauté d’une époque, à un contexte théorique, etc.
La vérité, pour lui, n’est donc pas la propriété inhérente d’un énoncé ; elle n’est qu’un évènement, c’est-à-dire une affirmation momentanément et partiellement juste et fiable.
Le pragmatisme de William James se résume par sa célèbre formule : « Le vrai consiste simplement dans ce qui est avantageux pour la pensée. »
http://fr.wikipedia.org/wiki/William_James
[3] Si bien puede sostenerse que el Quijote se ha convertido en una ocasión de « brindis patrióticos , de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo », como dice Pierre Menard (Emecé, vol. II, p. 450), nada nos impide leerlo. Y la lectura no tiene porqué excluir el irrespeto, la irrisión, la traición. Un clásico, nos dice Borges, -cito de memoria-, es un libro que generaciones de hombres han decidido leer con una veneración misteriosa y prealable. No tenemos porqué leer el Quijote como un clásico.
[4] Cuidado, en tanto que lectores, no en tanto que alumnos…
[5] En el origen de Les mots et les choses, de Michel Foucault, la risa que provoca la literatura de Borges : « Ce livre a son lieu de naissance dans un texte de Borges. Dans le rire qui secoue à sa lecture toutes les familiarités de la pensée -de la nôtre : de celle qui a notre âge et notre géographie-, ébranlant toutes les surfaces ordonnées et tous les plans qui assagissent pour nous le foisonnement des êtres, faisant vaciller et inquiétant pour longtemps notre pratique millénaire du Même et de l’Autre. ». Michel Foucault, Les Mots et les Choses, Paris : Gallimard, 1966, p. 7.
[6] Cf : Gérard Genette, Figures I, Paris: Ed. du Seuil,1966, p. 124 : « (…) Néstor Ibarra, dans sa préface à Fictions, parle d’un “ flirt très conscient et parfois aimable avec le pédantisme » (…) ».
[7] Borges ha practicado con felicidad y gozosa arbitrariedad el estudio y comento de textos y autores inexistentes. El suponer que Pierre Menard es una invención del narrador-ensayista no desdice con el universo del escritor y confiere al relato una suerte de abismación : El Quijote falsamente inventado por Pierre Menard, inventado por el narrador, inventado por Borges…
[8] La imaginación nos engaña y nos abre los ojos : « Le pouvoir de l’imagination n’est que l’envers, ou l’autre face, de son défaut. C’est là que Descartes, Mallebranche, Spinoza l’ont en effet analysée, à la fois comme lieu de l’erreur et pouvoir d’accéder à la vérité même mathématique ; ils ont reconnu en elle le stigmate de la finitude, que ce soit le signe d’une chute hors de l’étendue intelligible ou la marque d’une nature limitée. » Michel Foucault, ibidem, p.84.