Cien años de soledad, I.

 

Tenemos aquí las primeras líneas de la famosa novela Cien años de soledad, del escritor colombiano Gabriel García Márquez, nacido en 1927 y aun en vida.

Este fragmento nos presenta la aldea de Macondo en sus orígenes, a su fundador José Arcadio Buendía, a su esposa, Úrsula, y al hijo de ambos, Aureliano Buendía, así como a los gitanos que la visitaban una vez por año. Podemos dividir el texto en tres partes: en primer lugar tenemos la presentación de Macondo, en segundo lugar, la llegada de los gitanos y en tercer lugar, el uso que José Arcadio Buendía quiere dar a los inventos que, como lo veremos, llevan los gitanos a la aldea. Pero hay que precisar que un incipit, una primera frase, introduce el texto: todo parte del recuerdo que asalta a Aureliano Buendía cuando está frente al pelotón de fusilamiento. Con estas primeras líneas de Cien años de soledad, el lector entra de lleno en un mundo extravagante y turbulento donde las cosas no son como suelen ser en su mundo.

En la primera frase se nos dice que Aureliano Buendía recordará el día en que fuera a conocer el hielo. Es decir, el narrador se encuentra en un momento indeterminado y nos dice cuáles serán los recuerdos de Aureliano Buendía en el futuro, cuando esté ante el pelotón de fusilamiento. Desde el inicio, vemos que el narrador es omnisciente, que no solo conoce los pensamientos actuales de los personajes sino que también sabe lo que les pasará y lo que pensarán en el futuro.

El recuerdo de Aureliano Buendía nos lleva a los primeros años de Macondo, que en aquel entonces era una aldea de veinte casas levantadas al lado de un río con aguas diáfanas y piedras grandes como huevos prehistóricos. Todo lo cual sugiere un mundo primitivo, prístino y puro. Justamente, este mundo es tan nuevo, tan reciente, que las cosas no tienen nombre y hay que mostrarlas con el dedo para mencionarlas. Este tema es recurrente en la literatura latinoamericana, que muchas veces ha proclamado que su función era presentar un continente nuevo, sin pasado y sin nombre.

Viene a continuación a la aparición de los gitanos, que, una vez por año, llevaban a Macondo los inventos. Aquel año llevaron el imán: el lector asiste a una situación absurda y surrealista en que los objetos metálicos se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. Las explicaciones que da Melquíades no son menos estrafalarias: ¡las cosas tienen vida propia!

Las imágenes poéticas, que en otros autores son, justamente, imágenes, se vuelven en la prosa de García Márquez realidad: en nuestro texto, el mundo es verdaderamente reciente, los objetos metálicos se arrastran realmente tras los imanes de Melquíades. Estas imágenes hechas mágicamente realidad son una característica de una corriente literaria, el realismo mágico, de la que Cien años de soledad es el libro emblemático.

Por último, vemos que José Arcadio Buendía decide utilizar los imanes de Melquíades para encontrar oro. De nada sirven las honestas advertencias de Melquíades y la oposición de Úrsula, su mujer. Nada pueden, ellos, en efecto, pues la desaforada imaginación, de José Arcadio Buendía iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia. Con obstinación y tenacidad, José Arcadio Buendía recorre la región sin otro resultado que el descubrimiento de una vieja armadura oxidada que contiene un relicario con un rizo de mujer. Pero el lector queda sobre aviso: en este mundo primitivo y extraordinario, la imaginación puede ir más allá del milagro y de la magia.

Desde las primeras líneas de la novela, el lector comprende que está entrando en un mundo extraordinario, un mundo que tiene muy poco que ver con el suyo. En él, las cosas son tan recientes que no tienen nombre, los objetos de metal se arrastran tras los imanes en desbandada turbulenta porque las cosas tienen vida propia. En este mundo, la imaginación sobrepasa la naturaleza, la magia, el milagro. Estos párrafos barrocos, sorprendentes y complejos constituyen una invitación inquietante y atractiva al mundo singular de Macondo.

Cien años de soledad, II.

Este fragmento forma parte del principio de Cien años de soledad, famosa novela del escritor colombiano Gabriel García Márquez, nacido en 1927 y aun en vida. En las páginas anteriores, hemos visto aparecer el pueblo mítico de Macondo donde transcurre la novela y a algunos de los personajes que intervienen en ella: José Arcadio Buendía, su fundador, Aureliano, su hijo, Ursula, madre de Aureliano y esposa de José Arcadio, así como a Melquíades y a los gitanos que llevan al pueblo, una vez por año, los últimos avances de la ciencia.

En este fragmento, tenemos una estructura análoga a la que hemos estudiado en el texto anterior: llegan los gitanos con nuevos inventos, José Arcadio Buendía tiene una idea de aplicación de los mismos que intentará llevar a cabo infructuosamente a pesar de las advertencias de su esposa y de Melquíades. El desenlace de este episodio será sin embargo diferente, puesto que años después Melquíades le devolverá el dinero a cambio de la lupa y le dejará, además, unos mapas portugueses. Lo que muestra el talante desinteresado del gitano y su honestidad, en la cual, inicialmente José Arcadio Buendía no creía.

Este fragmento presenta dos temáticas que serán fundamentales en el libro: por un lado, la singularidad espacio-temporal de Macondo; por otro, la obstinación entre científica y delirante de José Arcadio Buendía en busca del saber o de sus aplicaciones.

La sensación de extrañeza que ya había asaltado al lector en las páginas anteriores se intensifica. Gabriel García Márquez instala al lector durante cien años en un pueblo singular, con un tiempo marcado cíclicamente por las visitas de los gitanos y dominado por la figura en un patriarca inventor imprudente y autoritario.

Los gitanos dan a conocer los nuevos inventos, leímos en el texto anterior. El primer año, el invento era la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Lo que parece estar situándonos en un tiempo vagamente medieval. Ahora, en este texto, se nos habla de lentes que provienen de los judíos de Amsterdam, los cuales, en efecto, eran conocidos por sus habilidades de ópticos… en el siglo diecisiete. Más tarde, en la novela aparecerán trenes y automóviles, lo que vendría a situarla más bien en el siglo veinte. Estos gitanos que llegan una vez por año a Macondo parecen vivir en un tiempo que no es el de todos y comunicarle a Macondo con aquellos inventos, el tiempo que ellos traen. Pero el espacio que estas gentes recorren tampoco parece ser el de todos. Se nos dice en el texto que “el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible”, a pesar de lo cual nunca se menciona que los gitanos tuviesen la menor dificultad para alcanzar el pueblo con aquellos inventos que provienen del mundo entero. Hay gentes que proviniendo del mundo entero y de las épocas más diversas llegan y se van de Macondo sin ninguna dificultad mientras que un mensajero que sale del pueblo atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste. Extraño pueblo este pues del cual se sale con más o menos dificultad según quien se sea. O, a lo menos, extrañas son estas gentes que lo visitan. La singularidad y la soledad (término forzosamente presente en la mente del lector) de Macondo se intensifica, aumenta.

En este espacio tan particular una suerte de inventor loco y tenaz intenta encontrar aplicaciones prácticas a los inventos que llevan los gitanos que le procuren poder, prestigio o dinero. Ya vimos que la imaginación de José Arcadio Buendía era superior al ingenio de la naturaleza, al milagro, a la magia. Ahora se confirma que su obstinación y su tenacidad no son menos absolutas. Cuando una idea se apodera de su mente nada puede impedir que la ponga en obra. Ni Melquíades, ni Ursula, de cuya herencia se apoderará y que ni siquiera intentará consolar, ocupado como está por la realización de sus proyectos. Los riesgos que hace correr a su hacienda, los riesgos a los que se expone él mismo tampoco lo disuaden. José Arcadio Buendía nos aparece así como un personaje excesivo, desmesurado, dominado por lo que parece ser una busca absoluta que toma diferentes formas en función de lo que van trayendo los gitanos.

La novela comienza pues de manera vertiginosa. El lector se prepara a zambullirse en cien años de soledad de un pueblo singular en que reina un tiempo cíclico o caótico y donde una especie de patriarca tenaz y obstinado pone en práctica con una fe absoluta unas ideas extravagantes.

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados1 plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz2 y manos de gorrión3, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas4, las tenazas y los anafes5 se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.

Muchos años después del momento en que habla el narrador, Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, recordará la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas, un pequeño pueblo. El mundo era tan reciente que las cosas no tenían nombre. Todos los años, en el mes de marzo, unos gitanos llevaban los nuevos inventos a Macondo. Primero llevaron el imán. Melquíades, uno de los gitantos, hizo una demostración. Arrastró dos imanes de casa en casa; la gente se quedó espantada al ver que todos los objetos metálicos pugnaban por seguir los imanes de Melquíades.

El texto se sitúa en un tiempo no precisado, “muchos años” antes de que Aureliano Buendía, delante de un pelotón de fusilamiento, recordara su infancia. Se trata de un incipit extraño, sorprendente. El narrador nos habla, desde un presente indeterminado, de los recuerdos que asaltarán a Aureliano Buendía cuando esté ante el pelotón de fusilamiento. El narrador nos anuncia desde ya que conoce toda la historia, que puede recorrer a su guisa la línea del tiempo que la vertebra. Antes de leer estas líneas habíamos leído el título de la novela, “Cien años de soledad”: el tiempo presidirá toda la obra. Luego vienen unas piedras “enormes como huevos prehistóricos” y la afirmación tan desestabilizadora de que el mundo de Macondo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Se trata de una temática recurrente en la literatura latinoamericana, por lo menos en la corriente del realismo mágico o del real maravilloso en la que podemos situar “Cien años de soledad”: los escritores perciben y declaran que su misión es nombrar lo innominado de un continente por descubrir. Y la realidad tan barroca y tan extraordinaria de América Latina solo puede ser descrita recurriendo a lo maravilloso, o a una mezcla de realismo y de magia. Esta mezcla de real y de maravilloso, en nuestro fragmento, la están encarnando Melquíades y los gitanos, que traen, año tras año, los “inventos” del mundo moderno, el imán, el hielo, más lejos la lupa. Estos inventos, tan reales, pueden volverse extraordinarios al exagerarse sus características, como es el caso aquí con los imanes, o al atribuir su origen a sabios míticos de lugares improbables y no a los avances prosaicos de la ciencia. A continuación veremos asimismo que la explicación que da Melquíades del magnetismo lo sitúa no en el mundo de los fenómenos naturales que la ciencia observa sino en una concepción animista del mundo en que las cosas tienen vida propia. En resumen, vemos que los inventos de los gitanos toman en Macondo unas características extraordinarias, que su funcionamiento obedece a leyes particulares y que sus descubridores son alquimistas míticos más que científicos. Todo esto viene a reflejar los principios básicos de lo real-maravilloso, corriente literaria que intentaba dar cuenta de la singular realidad del continente mediante una mezcla de realismo y de literatura fantástica.

«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba6 el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada7 imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado8 patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto9 de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.

Las cosas tienen vida propia, proclama Melquíades, a modo de explicación del magnetismo. José Arcadio Buendía, un personaje nuevo (más tarde sabremos que es el padre del coronel Aureliano Buendía) decide utilizar los imanes para encontrar oro. A pesar de las advertencias del gitano, que le dice que los imanes no sirven para eso y a pesar de la oposición de su esposa, Ursula Iguarán, José Arcadio Buendía le cambia los imanes a Melquíades por su mulo y una partida de chivos. Le dice a su mujer que muy pronto ha de sobrarles oro para empedrar la casa. Durante meses, José Arcadio Buendía intenta encontrar oro sin resultado: lo único que logra desenterrar es una armadura del siglo XV que contiene un esqueleto y un relicario con un rizo de mujer.

En este mundo extraordinario, la imaginación de José Arcadio Buendía ha de serlo aun más. Su imaginación va más allá del milagro y de la magia. Su empecinamiento también. Nada lo detiene cuando se pone a perseguir una idea. Ni Melquíades ni su mujer son capaces de hacerlo entrar en razón. Por el momento no sabemos quien es José Arcadio Buendía. Una de las características de la novela va a ser justamente la proliferación de Aurelianos y de José Arcadios Buendía a través de las diferentes generaciones entre los cuales el lector que no haga el esfuerzo sistemático de diferenciarlos se perderá. Esta repetición de nombres a lo largo de los cien años de la novela dará al lector la impresión de que los Buendía constituyen, a pesar de sus diferencias, una especie de entidad única.

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo10 y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano.

Los gitanos llegan al año siguiente con un catalejo y una lupa que exhiben como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Mediante el pago de cinco reales, la gente puede ver al alcance de la mano a una gitana sentada al extremo de la aldea.

En el siglo XVII, los judíos de Amsterdam eran célebres por sus lentes. Los gitanos o Macondo viven fuera del tiempo. Más tarde, en la novela, pocos años después de los hechos aquí narrados, veremos aparecer trenes y automóviles. Los gitanos parecen vivir en un tiempo que no es el de todos. Y Macondo, cuando los gitanos llegan, vive en el tiempo que ellos traen.

«La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso11 de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa.

Melquíades, refiriéndose al catalejo, pregona que la ciencia ha eliminado las distancias y anuncia que dentro de poco el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar del mundo sin moverse de su casa. Los gitanos realizan una nueva demostración, le prenden fuego a un montón de paja gracias a la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía concibe entonces un nuevo proyecto: utilizar aquel invento como arma de guerra. Melquíades intenta disuadadirlo, Ursula también. Pero, como la vez anterior, José Arcadio Buendía persevera y le compra a Melquíades la lupa devolviéndole los imanes y agregando tres piezas de dinero colonial que provienen de la herencia de Ursula y que ésta reservaba para invertirlas cuando se presentase una buena oportunidad. JAB se muestra insensible a la desesperación de su mujer, que ni siquiera intenta consolar. Igual de insensible se muestra consigo mismo puesto que, tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se produce quemaduras que tardan mucho en sanar. JAB se entrega a sus experimentos con la abnegación de un científico.

La profecía de Melquíades es, para el lector, exacta. Pero los mecanismos no habían de ser, en la época de la publicación del libro, los que Melquíades sugiere, los de la óptica, sino los de las ondas. Una vez más, tenemos una mezcla de exactitud y de interpretación fantasiosa o mágica de los hechos.

Se repite también el esquema de la situación anterior: llegan los gitanos con nuevos “inventos” y JAB concibe una utilización práctica de los mismos. La idea se apodera de manera irresistible de la mente de JAB y nada lo disuade de utilizar todos los medios de que dispone para realizar su proyecto. Las advertencias de Melquíades y la desesperación de su mujer no hacen mella alguna en su determinación y no disminuyen su certeza de que su inspiración lo conducirá a resultados satisfactorios. Pero, una vez más, fracasará. (Más tarde, sin embargo, JAB llegará a un resultado espectacular y brillante, aunque carente, en Macondo, de toda utilidad práctica. JAB establecerá, recurriendo únicamente a la razón y al cálculo, que la tierra es redonda)

Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos12 desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos13 personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez14: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación.

JAB pasa largas horas en su cuarto y redacta un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Envía el manual, al cuidado de un mensajero, a las autoridades. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno. La respuesta del mismo nunca llega y JAB, cansado de esperar, se lamenta ante Melquíades, que le devuelve los doblones a cambio de la lupa, demostrando así su honradez.

El poder de convicción del manual es irresistible. Pero, ¿para quién? El narrador no parece tener duda alguna al respecto, la claridad irresistible del manual se nos presenta como una característica del mismo, no como una declaración de JAB o de sus allegados. A menos que veamos en este enunciado tan perentorio un sarcasmo. Ahora bien, no olvidemos que estamos en Macondo, donde dos imanes paseados de casa en casa alcanzan para que las maderas crujan por la desesperación de los clavos por seguir a los fierros mágicos de Melquíades, detrás de quien las cosas salen en desbandada turbulenta. En este mundo las metáforas o las exageraciones parecen encarnarse, volverse realidad objetiva. En este mundo poético, el lector suspende su juicio y admite como posible que el manual fuese de una asombrosa claridad didáctica (De hecho, más tarde, JAB demuestra por métodos puramente especulativos, que la tierra es redonda). Como también lo es que no lo fuera, que la guerra solar sea un invento más de la serie de proyectos descabellados de JAB. En este mundo, la realidad no prevalece ante la fuerza poética de la imagen.

Macondo no es pues un lugar cualquiera. Lo viene a demostrar, además, su singularidad geográfica: los gitanos llegan a él y se van sin problema alguno. Y sin embargo, se nos dice, el viaje a la capital era casi imposible.

El experimento no habrá sido completamente inútil. El gesto generoso de Melquíades de devolver el dinero demuestra la honradez del gitano y sella una amistad que unirá al gitano con el clan de los Buendía.

1 déguenillé

2 1. adj. Que anda o está hecho a andar por los montes o se ha criado en ellos. 2. adj. Se dice del genio y propiedades agrestes, groseras y feroces.

3 moineau

4poêle

5réchaud

6claironner

7Sans bornes

8deteriorado

9justesse

10Longue-vue

11échec

12marais

13Prepararlos, entrenarlos

14honnêteté

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